miércoles, 10 de agosto de 2011

LA SALVADORA DE LAS TINIEBLAS

LA SALVADORA DE LAS TINIEBLAS

Era una montaña que una vez trepada daba un certificado de autenticidad.  Escalé hasta la cima, creo. Desde allí se veía cómo medio disco del Sol se ocultaba más abajo que el horizonte. Medio disco. Creo sólo medio disco para subir nuevamente y seguir alumbrando. Rara conducta. Pensé que hubiera sido hermoso que el mundo fuera sostenido por elefantes Mi mente no entendía lo que estaba viendo. Con temor me refugié en un agujero de la montaña. Creo que sospeché de una continuidad lineal. El polvo lo cubría todo. Polvo, cenizas o arena. Unas fuertes humedades en las paredes se condensaban en chorros de agua como grifos. No creí sentir ningún peligro al entrar. Aventuré un primer paso sobre ese suelo blando. Mi pisada, creo, marcada, me trajo antiguos recuerdos. Como a la distancia llegaban agradables olores. Con decisión, entré en esos olores. A través de ellos me hice una senda cavando mi huella a cada paso. Rozaba las paredes y rasaba el suelo arenoso.  Olvidando toda prudencia me senté en la superficie polvorienta. Se levantó una nube que llenó mi boca, mis pulmones. Busqué con mis uñas el fondo de la arena, o la ceniza o el polvo. La verdadera Tierra, la originaria. Me levanté y seguí la huella hasta el recodo. Allí, justo en el vértice del ángulo  creí oír voces, golpes de pico, como percutiendo la roca. Gritos, creo, crujir de ruedas de carretas. Desapareció el cielo, sólo una arcada de roca que amenazaba aplastarme. Aprisionado entre el piso y el techo. Creo que era miedo. Todo estaba quieto e imperturbable. Seguí los ruidos lejanos esperando la salida, la luz negada. Si ella estuviera allí. , creo, me ayudaría con su largo hilo a hallar la salida. Ese piso indigno, blando, me dolía. Ansiaba, creo, el duro profanar del  suelo conocido. Tropezaba,  a cada paso con las sombras.
Sentía,  otra vez, el murmullo de voces y el crujir de las carretas. No ya a lo lejos, más bien sobre mi cabeza.  En ese suelo de cenizas o arena o polvo, creo, brillaba un rayo de luz solar. Sobre él, muy levemente,  un hilo blanco. ¿Cómo a la salida, si era conocido que ella me lo pondría a la entrada?  Daba igual para escapar de esa torturante oscuridad de roca y piso blando y paredes húmedas y chorreantes y techos abovedados de piedra. 
Cada vez se amplió más el haz de luz. Ya era un cilindro de rayos paralelos que, creo, tomaban  la forma del lugar. Como uno dentro del otro. Hasta que se agrandó y lo ocupó todo. El piso de cenizas o arena o polvo y el techo de piedra o roca y las paredes húmedas y chorreantes como cataratas. Todo. Sin embargo seguí siendo fiel al hilo y por fin llegué a la boca final. La montaña estaba detrás. Mis ojos estaban heridos por esa luz del Sol de peregrina conducta que ahora mostraba su disco en todo su circular. No quise recordar ese torturante camino de la oscuridad para regocijarme con la grandiosidad de la luz. Era más importante que ese disco de  inaudito proceder. Ella, la inventora del hilo, la salvadora de las tinieblas estaba esperando en el valle junto a un árbol. A paso firme, sobre el suelo amigo, creo que corriendo, llegué hasta  allí.

ALBERTO FERNANDEZ   08/2011


lunes, 25 de julio de 2011

¿QIEN SE LO DICE?

¿QUIÉN SE LO DICE?
Conozco de tu casa casi todo. El jardín, la planta baja, los aleros, la pileta. Sólo un dormitorio: el de huéspedes. El tuyo no lo vi.
Un domingo de octubre salías con tu mujer hacia la pileta desde una puerta trasera. Era de Sol. Bárbaro para nadar y nutrirse de rayos cósmicos. Ella con una tanga, vos con short de baño. Anteojos para el sol. Antes de nadar te sentaste en los sillones junto a ella. De pronto dijiste que hablas olvidado la toalla. –Te doy la mía – No, voy a buscar la mía que es mas pequeña. Volviste a la casa. Volviste pero no regresaste. Tu mujer te esperó casi dormida acariciada por el aire tibio. Ella extrañó tu ausencia y entró a buscarte. No había nadie en la casa salvo yo que dormía en la habitación de huéspedes en planta baja después de una noche de wiskis. El silencio interrumpido por el ladrar de un perro vecino. Me levanté.  Ella vio el celular abierto con un mensaje. Sin mirarlo lo cerró. Cuando recorrió toda la casa lloró. Llamó a la policía. Yo guardé tu celular en mi bolsillo. En el cuarto de baño lo abrí y leí tu texto. ¿Quién se lo dice? Yo no. Me retiré silencioso previas lágrimas de tu mujer vertidas sobre mi hombro. Decime ¿quién se lo dice?

ALBERTO FERNANDEZ





TREINTA Y SEIS SEMANAS Y PICO

TREINTA Y SEIS SEMANAS Y PICO
Fui  sola a retirarlo. Se chupaba  el dedo. Nos reímos con la enfermera y desde entonces ya éramos conocidos. Aunque yo ya lo amaba desde antes. A partir del momento del placer. Del acto de vida. De pura vida.  Diferente. Por eso el gozo fue diferente. No se imaginaba ni por un remoto razonar lo que estaba  contribuyendo a crear.  Siempre era como una rutina. Ese delirio no lo razonaba.  Yo había dejado de pintar pero ahora sí.  Desaparecieron los negros, los marrones  y los rojos  que manchaban los pinceles.  Me vio pintar de nuevo. No entendía nada de símbolos.  Después de aquel  video sí porque el azul lo invadía todo. Yo era un cabello castaño, nariz pequeña, enormes bustos, piernas bonitas. Yo era todo eso.  El espejo y el halago me lo decían. Ahora yo era un vientre. Todo mi ser era un vientre. Siempre esperé. El tren, el pago de facturas, el consultorio. Ahora me tocaba esperar la magia de la concepción.

ALBERTO FERNANDEZ

jueves, 16 de junio de 2011

MARTES DE CARNAVAL

MARTES DE CARNAVAL

Llegué invitado a una reunión de máscaras ¿Sólo máscaras? Sin disfraces pero las mujeres con vestidos abultados y coloridos, los hombres con blusones y pantalones ceñidos. No habría confusiones. Usé la misma ropa del día anterior en otra reunión privada. Músicas alegres salían de los parlantes a altísimos volúmenes. Todos danzaban. Me acerqué a bailar con la de colores más sobrios.-¿Quién sos? - No puedo-¿Eres bonita? – Si te lo dijera, ¡me creerías? - No.
Una comparsa interrumpió el diálogo. Ruidos de matracas, pitos, panderetas. De nuevo, la encontré - Hoy voy a morir-¿Suicidio? - Sí- ¿Por qué? -  Me cansé de vivir. Pasó de nuevo la comparsa separando las parejas. La busqué. Busqué su máscara, su perfume, su vestido. El calor era sofocante.  El ruido. Ese ruido. Me asomé al balcón. Allá abajo la vi muerta.

ALBERTO FERNANDEZ

EL SILENCIO

EL SILENCIO
          

Ana decidió: un amor. No dejar pasar por sus labios ni un sonido más. Así comenzó a desentrañar la espesura que cubría su cerebro. Afuera llovía. Era necesario que las gotas la mojaran, que la invadieran. La realidad.  El momento de asociar imágenes: Destino, hombre, amor.
En el andén lo vio bajar del tren. Debía ser él.  Nadie en particular. Sin nombre. Modelado por ella.  Sus anhelos lo forjaron. Vendría de muy lejos. Aspecto soñador, sonrisa franca, ojos limpios, expresivos. Algo no fue imaginado nunca. La guitarra colgada de su hombro. Su pensamiento había recorrido kilómetros esféricos, completos, de pies a cabeza. La guitarra no. Ese detalle.
Poco a poco el andén se deshabitaba. Él siguió su camino sin mirarla. Las palabras de Ana regresaron al lugar de los fracasos. Partió el tren; con él la idea de su existencia. Quedó el abandono. El silencio. Un deseo algún día podrá encarnarse.
                                   ALBERTO FERNANDEZ  

martes, 31 de mayo de 2011

LA PIEDRA

LA PIEDRA


Era muy grande, de muy cerca era imposible verla entera. Sacó de la mochila el celular. En el buzón los lamentos de su madre. Mejor una canción de “Sumo”: “Estoy enamorado de este mundo moderno, estoy enamorado de estas chicas modernas”.
Llegó a la piedra escalando y se sentó a su sombra. No buscó la sombra, más bien
 protección.  Se durmió al arrullo del saxo de Pettinato. “Soltate con Wellapon, soltate. Soltá tu pelo con Wellapon”. Cuando llegó el agudo de Luca Prodan, despertó “… pienso en ella cuando estoy en la cama. ¿Sabés lo que es? Heroína, Heroína”
La piedra parecía equilibrarse apoyada en un punto pequeño, como si fuera movediza.. Si rodara en la pendiente lo aplastaría, lo encontrarían por fin pero fragmentado.
Aunque destrozado ya estaba. Su cuerpo se rompería pero la piedra no llegaría a inmutarse. Quedaría en otra posición por, tal vez, otros miles de años. Aceptando la luz y la sombra, los vientos podrían modelarla y modificar su forma. Más redondeada. Algunos enamorados dejarían la impronta de su amor: Alberto-Rosa, dentro de un mismo corazón. A lo mejor una intención que nunca se concretaría. Como la de él y Yanina en el eucalipto del Rosedal. Yanina no era, Yanina era Dora. José tampoco. Nadie su verdadero nombre. Ni agenda, ni libretita. Todo de memoria. ¿Garantía?
Ninguna. A Enrique le arrancaron de su memoria los nombres y los teléfonos. Pensó que habló por cable, no por la televisión, por cable eléctrico. Él hubiera hecho lo mismo, era más cobarde que Enrique. Su madre le quemó los papeles y enterró los libros. Le preparó la mochila con un botellón de agua. De sed no se moriría, de hambre sí. ¿Quién lo vendría a buscar? Nadie conocía ese lugar, tampoco la piedra. Oyó, de pronto, ruidos extraños, como de autos, de guijarros del camino saltando. Entonces los vio, eran muchos. Cuando lo protegió la piedra rebotaron pedazos. Cambió su forma sin necesidad del viento. El siguiente en la conciencia. Los demás no lo pudo escuchar. Muchas cosas se acabaron en ese preciso momento. Sólo “Sumo” y el agudo de Luca Prodan: “¿Sabés lo que es? Heroína, heroína” y con su presencia en todos los acontecimientos del universo total: la piedra.

ALBERTO FERNANDEZ

albertofernandez@speedy.com.ar


viernes, 20 de mayo de 2011

TAN POCA COSA

TAN POCA COSA

Una brisa húmeda con olor a barro comenzó a soplar desde el río no muy lejano. Los arrabales. Desde el autito podía sentirse ese extraño aroma que semejaba a tierra mojada. Las nubes rojizas acabaron por ocultar la luna y las estrellas. Cada cierto tiempo algún pájaro insomne parecía que gemía sobre las tapias, una ventana se abría, o alguien tosía.
Un auto pasó raudo dejando el sonido de las gomas sobre el asfalto. El reguero de luces amarillentas los iluminó unos segundos y se miraron. Cuando la oscuridad reinó de nuevo sobre las cosas, él aventuró su mano hacia el lugar donde debía estar el cuello delgado, frágil, de ella y lo acarició con ternura. La atrajo hacia sí en un gesto amorosamente autoritario. Lloraron. Fumaron en silencio.
Al rato, las nubes dieron paso a la claridad. Apenas una débil iluminación que se colaba por las ramas de los árboles formaba una gruesa bóveda sobre la calle. Desde la otra parte de la ciudad llegaban los primeros sonidos de autos y camiones y algunas campanadas de las iglesias. El día se iba imponiendo sin prisa.
Las instrucciones eran llegar al amanecer, esperar que entrara la enfermera y recién entonces apretar el intercomunicador. Decir Dora. Entrar sola.
Todo sucedió. La luz del pasillo de la Clínica se encendió como a medias Él la besó largamente. Le dijo –suerte. Ella no respondió  Bajó del coche y se concentró en los pasos que la separaban del edificio.
Cada minuto representaba un poco más de luz, un transeúnte más; la ola de agitación y ruidos amenazaba con llegar de un momento a otro. Cuando alcanzó la entrada, se detuvo. Entró. Él cerró de un tirón la puerta del coche.
La luz del día era ya algo más que una promesa. Un brillo sutil aparecía, suavemente, en los cristales de las ventanas. Él esperó y esperó.
ALBERTO FERNANDEZ