jueves, 24 de febrero de 2011

EL PROMESANTE


EL PROMESANTE

Entró en la Iglesia de la calle San Martín. Esa donde se casan los militares. De civil pero simulaba algo en el sobaco izquierdo, como si portara un arma. Jóvenes reunidos conversaban. Mochilas, termos, gaseosas. Rezó aunque no sabía rezar. Igual rezó sin fórmula, sin conocer el catecismo oficial. Empezó con Padre Nuestro sin la continuidad clásica, pero igual rezó. Preguntó a los jóvenes adónde iban. A Lujan. ¿Caminando?. Caminando ¿A ver a la Virgen? Sí, la que perdona los pecados. ¿Todos? Sí, todos. El no creía que la Virgen pudiera perdonar todos los pecados. El suyo ni Dios lo perdonaría.
Cuál era la persona física, no una imagen, que le dijera: “Estás perdonado, vete en paz”.. Mientras caminaba junto a la caravana pensó en su sueño.
La noche anterior deambuló por las calles de la ciudad. Entró en un hotelucho de Avenida de Mayo. Trenes que lo atropellaban, camiones que lo aplastaban, vertiginosos coches. Una ambulancia que pedía urgente paso con el ulular de su sirena transportando cadáveres.
Las paredes húmedas de la habitación semejaban las sábanas de su sudor. Y esa voz imperativa. Imposible callarla. “Tú eres” que siguió repitiendo hasta que se taparan los oídos con algodones. Daba lo mismo, no entraban por allí, buscaban otros conductos. Encontraban arterias abiertas y resonaban al final del recorrido.
Siguió caminando con ese torturante dolor en sus pies, su sed, sudor. sin siquiera saber quienes lo acompañaban. Debía sufrir por su pecado hasta lograr el perdón en las paredes de la Basílica de Luján. Pero rezar tranquilizaba su carne. Padre Nuestro y luego un parlamento propio sin el formalismo del verdadero.
Llegó a Luján. En las paredes de la Basílica golpeó su cabeza y dio su confesión. Le pasó su cáncer. Era para él pero se lo cedió. Necesitaba vivir para su hija. Para darle el sustento. Él era viejo y solo regañaba. Murió, él lo asesinó. Esperó la sanción sin resistencia.

ALBERTO FERNANDEZ





martes, 8 de febrero de 2011

GASPAR


GASPAR

¡No te metás! El coro se repetía como campanadas de Iglesia. ¡No te metás, flaco! Te acordás Gaspar .Vos te metías igual Gaspar. Cuando cantabas te metías. Cuando hablabas te metías. Siempre te metías Gaspar. Dejaron de decírtelo porque todos sabían que habías nacido con la ética, la decencia, la justicia. Gaspar. Todo envuelto en los pañales para que no escaparan. Antes de nacer ya estaban en tu sangre prestada. Gaspar Dentro de la tuya ya era imposible erradicarla. Era como sacar un órgano vital. Gaspar. Juzgabas a las gentes y a las cosas con tu lupa de honestidad. Gaspar. Por tu amor a la libertad te fuiste. Gaspar. Tu carta está amarilla, pero la releo. Tu foto con el birrete y el fusil. Quinto Regimiento Gaspar. Me parece verte gritando contra las cinco centrales obreras, contra los milicos, contra la iglesia. Gaspar. Acá cantábamos todos coplas republicanas. “Anda jaleo, jaleo, ya se acabó el alboroto y ahora empieza el tiroteo”. Vos también cantabas pero sólo vos te fuiste. Gaspar. Pusiste el pecho junto con los compañeros. Gaspar. Pasaron muchos años. Ya no podés volver y por eso te extraño Gaspar.

ALBERTO FERNANDEZ

LA ESPERA

LA ESPERA


-Espera a alguien, señor, pregunta como para iniciar una relación.
-No, vine a la plaza para ver a qué hora sale la luna, le responde.
-No tengo la menor idea. Sin embargo, tengo entendido que sale de noche.
-Esa respuesta no me satisface, debe haber una hora. Es una obligación que tiene que cumplir, un horario ya estipulado por alguien.
- ¿Por quién?, pregunta el primer hombre.
-Lo ignoro.
-Usted ignora al responsable de los horarios y yo ignoro cómo me llamo, cuál es mi identidad y eso es más importante.
-Para usted lo será. Para mí lo es la hora de la salida de la luna.
-Lo suyo es más fácil, sólo es cuestión de esperar.
-Usted lo cree fácil y yo pienso que ambos deberíamos esperar. Usted, sus documentos para ser alguien y yo la luna para acompañar mi soledad.
-Extravié mis documentos y nadie sabe quién soy, cuál es mi proyecto de vida, mi historia.
- Su historia está en un papel, en alguna carpeta con su nombre y apellido, de sus padres y abuelos.
-Sí, lo sé, pero ¿quién tiene eso en su poder?
-Trate de buscar en la computadora. Ellos tienen todos sus datos. Fotografías de frente y perfil. Ideologías del pasado y aún del presente.
-¿Puede ser que haya cambiado mi ideología?
- Sí señor. Todos las cambiamos según la edad o según las flechas envenenadas del poder.
-A mí, el poder no me conoce, tampoco sé mi edad.
-Le repito que todo está en una carpeta. Yo lo ayudaría pero en este momento espero a la luna.
-¿Es tan importante para usted?
-Ya le dije que sin ella ninguno acompaña mi soledad.
-Probó con una mujer.
-Sí, pero solamente en luna nueva.
-Perdone que lo deje, seguiré buscando mis documentos.
-Le sugiero ir hacia el norte. Allí lo saben todo.

                                      ALBERTO FERNANDEZ



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lunes, 7 de febrero de 2011

DESDE LA PAZ CONTENIDA



DESDE LA PAZ CONTENIDA
                                                                     Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
                                                                      ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
                                                                        De polvo y tiempo y sueño y agonías.  BORGES


Pensé que era un túnel colmado de gente. Era una forma de evadirme de ese rutinario viaje. Entré en él ubicándome en los pequeños centímetros que me pudieran mantener en posición vertical. En verdad ese túnel tenía puertas, ventanas y ruedas por lo que avanzaba, aunque de a ratos se detenía. Todo me hacía acordar al relato de mi abuelo cuando los llevaron al campo de concentración. Apiñados con un pequeño bolso creyendo ir de viaje a algún lugar remoto. Todo me lo recordaba, solo que tenía puertas que por momentos se abrían más para subir que para bajar. En el reglamento tenían prioridad los que bajaban que los que subían, sin embargo nadie bajaba, igual que en el tren de mi abuelo. El silencio era aterrador. Pensaba que en cada uno había una mecha encendida. Cuerpos apoyados en sólo veinte centímetros cuadrados de piso. De todas las edades, jóvenes y viejos, masculinos y femeninos. Nadie movía la cabeza buscando algo aunque sólo hallaba rostros. Los cuerpos, las ropas imposible reconocerlas. Ojos bajos o cerrados que sólo pertenecían a los conformados y vencidos. Mi abuelo los tenía bien abiertos.
El túnel se detenía sin motivo entre estaciones. Seguía recordando la forma en que él pudo escapar. ¿Cómo lo hizo? Yo lo haría si llevara escondido un cuchillo y matar a los que me interceptaban la puerta. Era imposible hacerlo, mostraban en sus semblantes esa paz del que espera. ¿Podría matar a mis hermanos de cautiverio?
Me acordé de la partida de ajedrez con mi hijo. El alfil estaba atacado y a punto de sucumbir. Era inminente la pérdida y el derrumbe final. Si imperceptiblemente tropezara con la mesa para atender el llamado de teléfono evitaría el escarnio de fracasar.
Cada dos minutos la inercia del convoy era cero y descender imposible. Pero bajar ¿dónde? si no había ninguna plataforma para caminar. Mirar el reloj significaba levantar el brazo y el apiñado conjunto de gente se los impedía. Me acordé que mi abuelo tenía uno de bolsillo que ellos no se lo habían sacado porque era muy antiguo. Con cadena.
Al rato el túnel se detuvo en un paradero, se abrieron las puertas. ¡No  sigue más¡ alguien gritó.
Las puertas lanzaban bocanadas de seres humanos. Los rostros comenzaron a encenderse, una ola de sangre contenida. Los ojos escapaban de las órbitas. Los puños pudieron levantarse. La ira comenzó a expresarse. Se oyeron fuertes gritos como romper, fuego, ladrones, corruptos. Las piedras, que no se reconocía de dónde provenían, lanzadas con fuerza, rompían los vidrios de la estación. Los palos, sin orígenes conocidos, destruían puertas y ventanas. El fuego, cómplice de la furia, inició su carrera imparable sobre las maderas de bancos y carteles. Los pasajeros, hombres y mujeres, vertían sus exclamaciones contenidas.
Yo, que me conocía como un ser no violento, sabía que algo .peligroso en mí no convenía excitar, arrojé con fuerza piedras sobre las oficinas casi incendiadas. Sin líderes, la muchedumbre abrió las compuertas de su paz contenida e irrumpió en desenfrenada escalada.
Me llevaron como testigo. Sólo pude decir: “Algo huele mal en Dinamarca”

ALBERTO FERNANDEZ



sábado, 5 de febrero de 2011

AMAN LA MUERTE


AMAN LA MUERTE

Era un milico conocido quien pasaba sus cartas. “Qué horror, aman sólo la muerte”. Se las entregaba a su abuela. Ella no tenía portación de diferencia. Por plata. Era otra vieja, desconocida por la herejía, que se las hacía llegar. “Seis meses, pronto llegará tu Esteban”. Por el ventanuco contaba las lunas. El péndulo cósmico en acuerdo absoluto con su propio reloj femenino. Un contacto con el Universo. Para ir conociéndose. Doce lunas más faltaban. Buena comida, buen trato Lo místico a través de monseñor. El mismo que casó a madre y la bautizó a ella. Ese, pero otro. El bueno de las almas descarriadas.  A veces la hostia no se las tragaba para vivir con ellas. “Tu hijo está enfermo. No me lo diga padre., me sabe a hiel. Tu hijo se concibió con el estigma de la ideología”.
A veces, a algunas otras, les decía que los suyos eran hijos del pecado Cuál, le preguntaban.  El de no creer en Dios, respondía. Ella le asentía pero otras contestaban. Si Dios viniera acá qué diría.  No respondía. Algunas replicaban que los inquisidores inventaban a los sacrílegos. “Mi querido Esteban dios está en todas partes pero acá no quiso entrar”.
Hubo un silencio y llegó su mensaje de la novena luna. “Termina en menguante” le escribió. “Este mes termina en menguante” y llegó. Tan fiel a los principios, llegó. Bien atendidas por médicos de todas las especialidades en ese lugar que, según decían, había sido un cuartel de la guerra.
Cuando nació Esteban tomo de su pecho el sustento para su vida y crecimiento. Idiotas, no supieron que de allí, no solo pasaban nutrientes, sino también sus interpretaciones sobre la igualdad y la justicia
Un silencio largo apagó sus cartas. Un largo silencio. Esteban no supo más de ella ni de Esteban.

ALBERTO FERNANDEZ

ALLÍ ESTABA


ALLI ESTABA

Entré a la ciudad por la puerta Norte. Sabía que nadie me vería. Allí estaba el mar.  Un suave viento movía las arboladuras de los barcos anclados, solitarios, que danzaban sobre el agua con la misma elegancia tal como si estuvieran en un enorme salón. La música suave a veces y otras estentórea la ejecutaban las olas. Las aves buscaban algo sobre la superficie del mar.
Allí estaba ella, pequeño cuerpo, corazón palpitante, mirada de azul claro. Como sin darle importancia la superé unos metros. Al instante volví para inmortalizar la semejanza. ¿Era una mujer o un reflejo del cielo? Dos profundos huecos contenían esa imagen. Que importaba el sereno blanco de su rostro si su mirada olvidaba la dura realidad de la tierra sin recuerdos.  Era justo la hora en que se esfumaba la utopía del día anterior para dar paso a la nueva quimera. El llamado anochecer le abría paso al nuevo amanecer, decir mejor, la alegría de un nuevo día de vida. El azar engalanaba la presencia vital con el color de esos ojos de cielo sin rastros de nubes pasajeras.
Me quedé un largo rato extasiado en ese azul como inmerso en el mar, en el cielo sin nubes. Pero tuve que partir, me urgía una misión. Hubiera muerto allí en ese azul, cielo, mar, para gozar la eternidad. El cometido era más fuerte.
Llegué hasta el lugar programado y esperé. Era necesario esperar. Cuando salió de su casa, traje claro, corbata, zapatos lustrosos, allí estaba, di marcha al coche y lo atropellé. Tal como lo había previsto, sin sangre, sólo para que su cabeza golpeara en el asfalto, una muerte segura. Un mismo final. Entonces escapé, de la misma manera que él mató. Escapando. La hora temprana de la mañana lavaba la escena de testigos. De igual forma.
No era conveniente ni estaba programado pero volví a la orilla del mar para libar del azul claro, mujer o reflejo del cielo. Allí estaba. Perpetuaba su figura. El mismo color de ojos en los dos profundos huecos, igual pequeño cuerpo, corazón palpitante, golpeando su cabecita en el asfalto y el hombre de traje blanco en impecable huída

ALBERTO FERNANDEZ (FURNITA)


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