jueves, 16 de junio de 2011

MARTES DE CARNAVAL

MARTES DE CARNAVAL

Llegué invitado a una reunión de máscaras ¿Sólo máscaras? Sin disfraces pero las mujeres con vestidos abultados y coloridos, los hombres con blusones y pantalones ceñidos. No habría confusiones. Usé la misma ropa del día anterior en otra reunión privada. Músicas alegres salían de los parlantes a altísimos volúmenes. Todos danzaban. Me acerqué a bailar con la de colores más sobrios.-¿Quién sos? - No puedo-¿Eres bonita? – Si te lo dijera, ¡me creerías? - No.
Una comparsa interrumpió el diálogo. Ruidos de matracas, pitos, panderetas. De nuevo, la encontré - Hoy voy a morir-¿Suicidio? - Sí- ¿Por qué? -  Me cansé de vivir. Pasó de nuevo la comparsa separando las parejas. La busqué. Busqué su máscara, su perfume, su vestido. El calor era sofocante.  El ruido. Ese ruido. Me asomé al balcón. Allá abajo la vi muerta.

ALBERTO FERNANDEZ

EL SILENCIO

EL SILENCIO
          

Ana decidió: un amor. No dejar pasar por sus labios ni un sonido más. Así comenzó a desentrañar la espesura que cubría su cerebro. Afuera llovía. Era necesario que las gotas la mojaran, que la invadieran. La realidad.  El momento de asociar imágenes: Destino, hombre, amor.
En el andén lo vio bajar del tren. Debía ser él.  Nadie en particular. Sin nombre. Modelado por ella.  Sus anhelos lo forjaron. Vendría de muy lejos. Aspecto soñador, sonrisa franca, ojos limpios, expresivos. Algo no fue imaginado nunca. La guitarra colgada de su hombro. Su pensamiento había recorrido kilómetros esféricos, completos, de pies a cabeza. La guitarra no. Ese detalle.
Poco a poco el andén se deshabitaba. Él siguió su camino sin mirarla. Las palabras de Ana regresaron al lugar de los fracasos. Partió el tren; con él la idea de su existencia. Quedó el abandono. El silencio. Un deseo algún día podrá encarnarse.
                                   ALBERTO FERNANDEZ  

martes, 31 de mayo de 2011

LA PIEDRA

LA PIEDRA


Era muy grande, de muy cerca era imposible verla entera. Sacó de la mochila el celular. En el buzón los lamentos de su madre. Mejor una canción de “Sumo”: “Estoy enamorado de este mundo moderno, estoy enamorado de estas chicas modernas”.
Llegó a la piedra escalando y se sentó a su sombra. No buscó la sombra, más bien
 protección.  Se durmió al arrullo del saxo de Pettinato. “Soltate con Wellapon, soltate. Soltá tu pelo con Wellapon”. Cuando llegó el agudo de Luca Prodan, despertó “… pienso en ella cuando estoy en la cama. ¿Sabés lo que es? Heroína, Heroína”
La piedra parecía equilibrarse apoyada en un punto pequeño, como si fuera movediza.. Si rodara en la pendiente lo aplastaría, lo encontrarían por fin pero fragmentado.
Aunque destrozado ya estaba. Su cuerpo se rompería pero la piedra no llegaría a inmutarse. Quedaría en otra posición por, tal vez, otros miles de años. Aceptando la luz y la sombra, los vientos podrían modelarla y modificar su forma. Más redondeada. Algunos enamorados dejarían la impronta de su amor: Alberto-Rosa, dentro de un mismo corazón. A lo mejor una intención que nunca se concretaría. Como la de él y Yanina en el eucalipto del Rosedal. Yanina no era, Yanina era Dora. José tampoco. Nadie su verdadero nombre. Ni agenda, ni libretita. Todo de memoria. ¿Garantía?
Ninguna. A Enrique le arrancaron de su memoria los nombres y los teléfonos. Pensó que habló por cable, no por la televisión, por cable eléctrico. Él hubiera hecho lo mismo, era más cobarde que Enrique. Su madre le quemó los papeles y enterró los libros. Le preparó la mochila con un botellón de agua. De sed no se moriría, de hambre sí. ¿Quién lo vendría a buscar? Nadie conocía ese lugar, tampoco la piedra. Oyó, de pronto, ruidos extraños, como de autos, de guijarros del camino saltando. Entonces los vio, eran muchos. Cuando lo protegió la piedra rebotaron pedazos. Cambió su forma sin necesidad del viento. El siguiente en la conciencia. Los demás no lo pudo escuchar. Muchas cosas se acabaron en ese preciso momento. Sólo “Sumo” y el agudo de Luca Prodan: “¿Sabés lo que es? Heroína, heroína” y con su presencia en todos los acontecimientos del universo total: la piedra.

ALBERTO FERNANDEZ

albertofernandez@speedy.com.ar


viernes, 20 de mayo de 2011

TAN POCA COSA

TAN POCA COSA

Una brisa húmeda con olor a barro comenzó a soplar desde el río no muy lejano. Los arrabales. Desde el autito podía sentirse ese extraño aroma que semejaba a tierra mojada. Las nubes rojizas acabaron por ocultar la luna y las estrellas. Cada cierto tiempo algún pájaro insomne parecía que gemía sobre las tapias, una ventana se abría, o alguien tosía.
Un auto pasó raudo dejando el sonido de las gomas sobre el asfalto. El reguero de luces amarillentas los iluminó unos segundos y se miraron. Cuando la oscuridad reinó de nuevo sobre las cosas, él aventuró su mano hacia el lugar donde debía estar el cuello delgado, frágil, de ella y lo acarició con ternura. La atrajo hacia sí en un gesto amorosamente autoritario. Lloraron. Fumaron en silencio.
Al rato, las nubes dieron paso a la claridad. Apenas una débil iluminación que se colaba por las ramas de los árboles formaba una gruesa bóveda sobre la calle. Desde la otra parte de la ciudad llegaban los primeros sonidos de autos y camiones y algunas campanadas de las iglesias. El día se iba imponiendo sin prisa.
Las instrucciones eran llegar al amanecer, esperar que entrara la enfermera y recién entonces apretar el intercomunicador. Decir Dora. Entrar sola.
Todo sucedió. La luz del pasillo de la Clínica se encendió como a medias Él la besó largamente. Le dijo –suerte. Ella no respondió  Bajó del coche y se concentró en los pasos que la separaban del edificio.
Cada minuto representaba un poco más de luz, un transeúnte más; la ola de agitación y ruidos amenazaba con llegar de un momento a otro. Cuando alcanzó la entrada, se detuvo. Entró. Él cerró de un tirón la puerta del coche.
La luz del día era ya algo más que una promesa. Un brillo sutil aparecía, suavemente, en los cristales de las ventanas. Él esperó y esperó.
ALBERTO FERNANDEZ   



miércoles, 20 de abril de 2011

UN HIJO


UN HIJO

La tercera vez con el desaliento a punto de desear la muerte. Mari lo anhelaba. Lo soñó de niña como un destino. Como un designio inexorable  Carlos parecía indiferente a esos deseos. Sin embargo la apoyaba, más en lo económico  que en esos sentimientos..
Por consejos de psicólogos amigos no se harían pruebas de infertilidad individuales. Podrían usar las dos técnicas. Elementos masculinos y femeninos  indistintos e impersonales en diferentes pruebas.
Aceptaron que algunas técnicas destruirían relaciones futuras. Un probable desgaste  de convivencias frecuentadas, como automáticas, casi como ineludibles .en la repeticiones diarias.  
El, con el aparente destino de satisfacción personal llevado a casi una obligatoria asociación conyugal. Ella, disfrutando de un gozoso acto sin destino.
No eran culpables de traicionar a la naturaleza humana, solamente eran consecuentes con esa transgresión de las reglas de supervivencias. Una cuestión cultural.
Volvieron a repetir las técnicas avanzadas y esta vez un desconocido semiser masculino consumó lo que haría falta para completar a un ignoto semiser femenino. Ya se había ultimado con éxito una nueva identidad. Marí sería  su cuna y su sustento. Ahora eliminada la culpa.
Una historia llega a su fin.  Luego de los aplausos, los espectadores se retiran a sus rutinas y  los actores a las suyas.
En las gacetillas distribuidas se podría leer: Autosatisfacciones compartidas lograron entrar en afinidad con la razón de sus naturalezas.

ALBERTO FERNANDEZ

sábado, 2 de abril de 2011

EL ESPEJO RETROVISOR


EL ESPEJO RETROVISOR

Fue a comprar regalos de Navidad. Muñecas, juegos de mesa, alegría para los niños.
El camino era largo. Sólo importaba el júbilo de sus seres amados. De pronto una mirada sorprendida en el espejo retrovisor tradujo en su mente el pánico. No grabó esa sensación.
 Al llamado, él llegó al lugar. Los curiosos comentaban. Su cuerpo ya había sido  transportado en una sirena mentirosa. Se negó a remolcar los pedazos de hierro. Quería algo de ahí, de lo que quedaba. No sirve nada, le decían. Pero ella estaba allí en ese rectangular espejo, mirándolo, con sus ojos de luna llena.
En casa los miró y quedó para siempre allí. Su rostro rasgados por ancestros. Recordó que una sola fue entre cientos la que, por un extraño sortilegio, arrebató su corazón. La amó. Desde entonces, la amó. Ahora sólo amaba ese rostro. Una mano maestra había dibujado concavidades y delicadas sinuosidades elaborando perfiles. Cómo no amarlo. Para siempre allí, en el espejo. Ni fondo, ni paisajes, solo su rostro. Ahora todo se reducía a eso. En su cuarto de dolor, nada más que eso.
Odiaba el motivo. Odiaba el porqué de su viaje. Odiaba los causales de ese deseo de  posesión. Odiaba los impulsos para satisfacerlos. Tuvo ímpetus homicidas sobre ese conductor que, simulando cualquier argumento, impactó feroz sobre  esa caja de acero que guardaba el cuerpo amado. Odiaba la causa, el instante, el milésimo segundo. Rescató la última visual. Pensó que era para él. No era una foto estática. Era un trozo vivo de su existencia.       
¿Alguien puede valorar los azares incorporados a este hecho? Imposible reproducirlo sin haberlo vivido. Según él los niños eran la causa de la pérdida de su imagen corpórea, del amor que sólo quedaba en un trozo  del espejo, en una última mirada. Perdió la ternura hacia ellos.
Se exacerbó el dolor y destruyó para siempre su fibra de amor. Apareció el rencor. Quién se atreve a juzgarlo.
Un día cualquiera decidió destruirse frente al espejo retrovisor. Lo llevó consigo. Ambos quedaron en paz.

ALBERTO FERNANDEZ

viernes, 11 de marzo de 2011

EL POZO DE LAS COSAS OLVIDADAS

 EL POZO DE LAS COSAS OLVIDADAS

                                                         


Durante la noche hubo baile en el salón del Hotel. Por curiosidad me quedé. La fauna que llegaba hacia la extensa barra era de lo más variada. Todo informal. Ropas, calzado, shorts, remeras. Informal y atrevido. De rigor, el paso previo al alcohol.  Luego la pista donde la música era irreconocible como tal. Las palabras se perdían en los labios. No llegaban a ningún interlocutor. Tampoco tenían interés en recibirlas. Sólo movimientos de cabezas, troncos y extremidades. Fragmentación picasiana de los cuerpos al sólo compás de la batería. Extraños brazos y piernas sin pertenencias individuales. La música devoraba esa materia. El enigma era cuándo y cómo se volverían a construir esos cuerpos perdidos. Entré en esa jungla empujado por el alcohol. Las danzas de los esqueletos me incluyeron. Rocé las carnes más imprudentes e inicié las mismas piruetas. De pronto, una luz de razón o tal vez de instinto animal. Tropecé con ella. Blanca como una nube; sin edad. Su mirada era provocativa. Se clavaba en mis ojos como reclamando algo. Nuestros cuerpos fundidos avanzaron lentamente hacia la periferia. Era menester trazar una apotema imaginaria. Por momentos se desprendía de mí y yo extendía mis manos hasta tocar las suyas llenas de flores para recuperarla. Salimos al aire fresco de la noche y nos besamos. Las palabras muertas en los labios comenzaron lánguidas a recuperarse. Las estrellas bajaron tanto como para tocarlas. Sus luces deslumbraban. Impresionaba que el Universo acabara de nacer.
A la tarde siguiente visité el pobre Museo de la ciudad. Nada importante; algo robado por el gran corso. Pasó a mi lado y se detuvo a observar un friso griego. Yo junto a ella como extraños. Caminó hacia un diminuto Leonardo. Pensé, entonces, que el recuerdo de la pasada noche se había perdido en el pozo de las cosas olvidadas.


                                     ALBERTO FERNANDEZ

  albertofernandez@speedy.com.ar