LA CALLE EMPINADA
Alquilé un pequeño cuarto en esa extraña calle que asciende justo hasta la ventana para luego descender en la opuesta forma. Era como si estuviera viviendo en el pico de una montaña. En sendas valijas nuestra ropa de verano. La de ella, más pequeña. Un único cuadro en la pared “El espejo falso”.
Una ventana a la calle misteriosa. Empedrada. Antiguas casas. Balcones en todas, con flores en gestación.
En nuestra primera noche, interrumpieron nuestro silencio de besos. Borrachos o alegres. Alegres y borrachos, cantando. Adelante, como indicando caminos, un músico con un simple acordeón, trataba de complacer notas a las canciones. Nos asomamos desnudos y los aplaudimos. Dos ventanas vecinas nos imitaron. Agradecidos, cantaron más fuerte. La noche no era para dormir. Me dijo: soy feliz, participo de la vida.
Brotaba la primavera con un aire tibio mientras canjeábamos sensaciones. Las noches eran eso. Mezclas de amor y cantos de borrachos alegres. Los horizontales y los verticales. Interrumpíamos el silencio de las estrellas. Despertábamos temprano para volver a amarnos.
Los días pasaron, las flores de los balcones obedecieron los ciclos impuestos por, quien sabe quién. El Sol se alojaba menos en el cuarto. Sólo iluminaba en la pared la reproducción de Magritte. Era la señal. Hora de partir.
Tomamos las valijas con nuestra ropa de verano. La de ella más pequeña. Partimos. Las dos calles ahora descendentes. Yo, la de la derecha. Vi cómo se perdía su figura en la opuesta.
ALBERTO FERNANDEZ
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