miércoles, 20 de abril de 2011

UN HIJO


UN HIJO

La tercera vez con el desaliento a punto de desear la muerte. Mari lo anhelaba. Lo soñó de niña como un destino. Como un designio inexorable  Carlos parecía indiferente a esos deseos. Sin embargo la apoyaba, más en lo económico  que en esos sentimientos..
Por consejos de psicólogos amigos no se harían pruebas de infertilidad individuales. Podrían usar las dos técnicas. Elementos masculinos y femeninos  indistintos e impersonales en diferentes pruebas.
Aceptaron que algunas técnicas destruirían relaciones futuras. Un probable desgaste  de convivencias frecuentadas, como automáticas, casi como ineludibles .en la repeticiones diarias.  
El, con el aparente destino de satisfacción personal llevado a casi una obligatoria asociación conyugal. Ella, disfrutando de un gozoso acto sin destino.
No eran culpables de traicionar a la naturaleza humana, solamente eran consecuentes con esa transgresión de las reglas de supervivencias. Una cuestión cultural.
Volvieron a repetir las técnicas avanzadas y esta vez un desconocido semiser masculino consumó lo que haría falta para completar a un ignoto semiser femenino. Ya se había ultimado con éxito una nueva identidad. Marí sería  su cuna y su sustento. Ahora eliminada la culpa.
Una historia llega a su fin.  Luego de los aplausos, los espectadores se retiran a sus rutinas y  los actores a las suyas.
En las gacetillas distribuidas se podría leer: Autosatisfacciones compartidas lograron entrar en afinidad con la razón de sus naturalezas.

ALBERTO FERNANDEZ

sábado, 2 de abril de 2011

EL ESPEJO RETROVISOR


EL ESPEJO RETROVISOR

Fue a comprar regalos de Navidad. Muñecas, juegos de mesa, alegría para los niños.
El camino era largo. Sólo importaba el júbilo de sus seres amados. De pronto una mirada sorprendida en el espejo retrovisor tradujo en su mente el pánico. No grabó esa sensación.
 Al llamado, él llegó al lugar. Los curiosos comentaban. Su cuerpo ya había sido  transportado en una sirena mentirosa. Se negó a remolcar los pedazos de hierro. Quería algo de ahí, de lo que quedaba. No sirve nada, le decían. Pero ella estaba allí en ese rectangular espejo, mirándolo, con sus ojos de luna llena.
En casa los miró y quedó para siempre allí. Su rostro rasgados por ancestros. Recordó que una sola fue entre cientos la que, por un extraño sortilegio, arrebató su corazón. La amó. Desde entonces, la amó. Ahora sólo amaba ese rostro. Una mano maestra había dibujado concavidades y delicadas sinuosidades elaborando perfiles. Cómo no amarlo. Para siempre allí, en el espejo. Ni fondo, ni paisajes, solo su rostro. Ahora todo se reducía a eso. En su cuarto de dolor, nada más que eso.
Odiaba el motivo. Odiaba el porqué de su viaje. Odiaba los causales de ese deseo de  posesión. Odiaba los impulsos para satisfacerlos. Tuvo ímpetus homicidas sobre ese conductor que, simulando cualquier argumento, impactó feroz sobre  esa caja de acero que guardaba el cuerpo amado. Odiaba la causa, el instante, el milésimo segundo. Rescató la última visual. Pensó que era para él. No era una foto estática. Era un trozo vivo de su existencia.       
¿Alguien puede valorar los azares incorporados a este hecho? Imposible reproducirlo sin haberlo vivido. Según él los niños eran la causa de la pérdida de su imagen corpórea, del amor que sólo quedaba en un trozo  del espejo, en una última mirada. Perdió la ternura hacia ellos.
Se exacerbó el dolor y destruyó para siempre su fibra de amor. Apareció el rencor. Quién se atreve a juzgarlo.
Un día cualquiera decidió destruirse frente al espejo retrovisor. Lo llevó consigo. Ambos quedaron en paz.

ALBERTO FERNANDEZ

viernes, 11 de marzo de 2011

EL POZO DE LAS COSAS OLVIDADAS

 EL POZO DE LAS COSAS OLVIDADAS

                                                         


Durante la noche hubo baile en el salón del Hotel. Por curiosidad me quedé. La fauna que llegaba hacia la extensa barra era de lo más variada. Todo informal. Ropas, calzado, shorts, remeras. Informal y atrevido. De rigor, el paso previo al alcohol.  Luego la pista donde la música era irreconocible como tal. Las palabras se perdían en los labios. No llegaban a ningún interlocutor. Tampoco tenían interés en recibirlas. Sólo movimientos de cabezas, troncos y extremidades. Fragmentación picasiana de los cuerpos al sólo compás de la batería. Extraños brazos y piernas sin pertenencias individuales. La música devoraba esa materia. El enigma era cuándo y cómo se volverían a construir esos cuerpos perdidos. Entré en esa jungla empujado por el alcohol. Las danzas de los esqueletos me incluyeron. Rocé las carnes más imprudentes e inicié las mismas piruetas. De pronto, una luz de razón o tal vez de instinto animal. Tropecé con ella. Blanca como una nube; sin edad. Su mirada era provocativa. Se clavaba en mis ojos como reclamando algo. Nuestros cuerpos fundidos avanzaron lentamente hacia la periferia. Era menester trazar una apotema imaginaria. Por momentos se desprendía de mí y yo extendía mis manos hasta tocar las suyas llenas de flores para recuperarla. Salimos al aire fresco de la noche y nos besamos. Las palabras muertas en los labios comenzaron lánguidas a recuperarse. Las estrellas bajaron tanto como para tocarlas. Sus luces deslumbraban. Impresionaba que el Universo acabara de nacer.
A la tarde siguiente visité el pobre Museo de la ciudad. Nada importante; algo robado por el gran corso. Pasó a mi lado y se detuvo a observar un friso griego. Yo junto a ella como extraños. Caminó hacia un diminuto Leonardo. Pensé, entonces, que el recuerdo de la pasada noche se había perdido en el pozo de las cosas olvidadas.


                                     ALBERTO FERNANDEZ

  albertofernandez@speedy.com.ar




martes, 8 de marzo de 2011

UN ENCUENTRO FURTIVO


UN ENCUENTRO FURTIVO

Caminaban a orillas del arroyo, “Primero hay que sufrir”, le dijo. Era una relación un tanto tardía, se conocieron cuando él arrojaba pequeñas piedras sobre el agua y las veía desaparecer. “Después amar”, le contestó. Nunca se habían visto a pesar de la soledad humana del paisaje. Jamás se hablaron hasta ese día. “Después partir”, agregó. El azar, el incontrolable, los había ubicado uno al lado del otro una mañana de finales de otoño. “Al fin andar sin pensamientos”, acotó ella mirando el estrecho sendero que los conducía a la, en apariencia, naciente del arroyo. El relato marchaba al mismo ritmo que su trayecto.
Después el silencio. Ninguno quiso desenrollar el contenido de cada frase narrando las experiencias vividas. ¿Para qué si eran pasado? La incógnita de la metáfora quedaría sin develar. Ambos andaban sin pensamientos y ese era el lazo que los unía.
Tal vez vendría un mañana. Siempre hay un mañana aunque se ausenten los personajes. Pero esta vez el mañana los encontró en el mismo lugar de la primera vez Empezaban el recorrido habitual y sólo hablaban del paisaje. Ni siquiera un bosquejo de identidad. Un nombre, una procedencia, un número. Nada. Sólo ella, él y el entorno.
Se repitió otra mañana y otra y otra. Pero hubo una en la que aparecieron sólo dos: él y el entorno. Repitió el recorrido habitual aunque esta vez el poema de Homero Expósito comenzaba con “Después partir” y llegó hasta el aparente final sin pensamientos.
A los naranjos, que por sectores bordeaban al arroyo, todavía no le habían dado órdenes respecto a qué debían hacer cuando llegara la primavera.

ALBERTO FERNANDEZ

lunes, 7 de marzo de 2011

SOÑAR CON AMANDA


SOÑAR CON AMANDA                ALBERTO FERNANDEZ

                                                              
                                                                   Hoy es 8 de marzo, uno de los                                                                           sempiternos días de la mujer
                                                                       

                                                                       

                                                                       
 Al principio no escuchaba nada. Luego oí la voz; primero débil pero a medida que me acercaba se hacía nítida aunque sin sentido. Había salido del silencio. Al llegar al lugar de donde partía se desvanecía. Retrocedí y al alejarme se iba oyendo con cierta fuerza. Pensé en un punto distante del principio y el final. Ahí estaba la clave. ¿Cuál era ese sitio? En ese túnel quería saber el significado de la voz. Estaba solo y pensaba que algo quería decirme. Sonaba como un reproche, pero no podía descifrarlo.
Con un sudor profuso me senté en la cama; ella no estaba. Me esforcé por mantener el recuerdo para continuar con aquel sueño. Sin embargo era otro aunque dentro del mismo túnel. Creí estar junto a ella, con otro rostro. No la vi venir. Tal vez así la hubiera reconocido. Ninguna voz, ni la del silencio. En esa ambigüedad no sabía si era bella, si lo había sido, si lo sabría en el futuro porque, de pronto, era una niña. Al momento desaparecía, más bien se marchaba lentamente, cada vez más distante, le supliqué que volviera más tarde, durante el día, en la semana, en el mes.
Abrí la ventana para que entrara ese aire fresco que secara mi transpiración. ¿Por qué sería si no había bebido? Entré al baño a ducharme. De reojo volví a ver que no estaba ella a mi lado. Yo solo en esa cama tan grande. Bajo el agua pensé que la amaba. No sé si esa era la palabra. Yo nunca había amado. Lo aprendí en la escuela, en hoteles, en iglesias. Me lo enseñaron en prosa y en verso. Mi profesora de inglés; en los vestuarios de compañeros de fútbol. Lo que hice con ella tenía ese nombre, lo aseguro.
Caminé todo el día pensando en Amanda aunque no quería llamarla así, prefería un nombre más corto que se pudiera contraer. Por ejemplo Luisa y decirle Lu. Esperaba la noche, más bien sus ruidos, las voces, unas imágenes hasta entonces misteriosas, pero nunca horrendas. Sólo las cuevas o los túneles que no mostraban una luz al final. Mas no los pozos que me producían angustias. Comí profusamente, dicen que es mejor para soñar.
Ni túneles ni cuevas: era mi casa, sin embargo no lo era.  Faltaban elementos para que dijera: “esta es mi casa”.
-No puede permanecer acá, me dijo un señor con uniforme militar de alto rango.
-Si es mi casa, le respondí.
-Este es un centro de detención, retírese o ¿desea desaparecer?
-Vengo a buscar a ella.
-¿A quién?
-A Lu, agregué
-No está aquí, no está allá, no está en ninguna parte, me dijo, retírese de inmediato.
Soldados por todas partes que se transformaban rápido en cactus con espinas.
Fue entonces cuando vi a Lu en un pozo junto con jóvenes desnudos.
Sentí tanto dolor que hice fuerza para despertar y sentarme al borde de la cama. Ella no estaba cuando miré hacia atrás. Debajo de la ducha aparecieron los recuerdos. Siempre decía “un poco de dignidad” o “morir de pie como los árboles y sus proyectos”. Era Lu y Amanda y amada mía cuando la llevaron.



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LOS DERECHOS


                             LOS  DERECHOS      

                                                           
                                                                             “metáfora de la esperanza inútil”

Cielo gris sin nubes ni ruidos. El árbol mudo, el banco, mi frazada y yo, tierra triste sin verde,    tampoco azul.
Me preguntó si podía. Le dije que se sentara, si quería. Una condición: un lugar para mi frazada. El banco era para tres pero mi frazada era un ente. Tenía derechos.
 -¿Quién inventa los derechos?, me preguntó.
-Racón, usted lo debe conocer, tal vez lo llame de otra manera, le contesté
-Yo lo llamo de distintas formas.
-¿De acuerdo a qué?, pregunté.
-A la respuesta a mis reclamos.
-Nosotros nos consultamos y resolvemos de acuerdo mutuo, sus antecedentes ¿no se hicieron acreedor de mi confianza?, agregué
-Cuáles fueron.
-Le dio la clave al francés para descubrir el sentido de los escritos de las pirámides, dije.
Se sentó respetando los derechos de la frazada. Me inquietó cómo lo llamaría y cuáles eran sus reclamos.
 -Si llueve Sopo, me dijo
-¿Reclamó la lluvia?
-Sí, para que se lavara mi camisa y supe de sus claves para interpretar, en lenguaje coherente, el calendario maya.
- Veo que tiene pantalón y camisa. Lo considero propietario.
-Pertenezco al sistema, señor, aunque en segundo orden porque mi camisa está sucia.
Se acercó un hombre con zapatos, pantalón, camisa y sombrero. Pidió permiso para sentarse. Le dije que estaba completo. En voz alta respondió que el banco era para tres. No tenía en cuenta la identidad de la frazada. Se lo comuniqué explicándole sus derechos.
No del todo convencido se acercó al árbol y de viva voz le preguntó si en los códigos figuraban los derechos de las frazadas. Volvió diciendo que le habían contestado que todos los entes tenían derechos y que su sombrero también los tenía.
-Apelo a la decisión final de Racón, le respondí
-¿Quién es Racón?, preguntó
Esta vez le correspondió a mi compañero aclarar este punto.
-Racón es como Sopo, el que decide con su poder supremo por encima del árbol y otros
sistemas de justicia. Consulte, por favor, a quien usted concurre para determinar los derechos. ¿Cómo se llama el suyo?
-De acuerdo a mi conveniencia yo elijo quién decide en instancia última, fue su respuesta.
-Quiere decir que usted lo nombra “Yo”
-Sí, así es, “Yo” es su nombre.
--¿Ël hace posible la interpretación de los enigmas?
-¿Posible? Me dio a mí el poder de las decisiones a través de la palabra.
-Todos posemos el uso de la palabra.
-Pero no el de la palabra absoluta: la orden

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Me pareció jactancioso ese apelativo ya que era habitual señalarlo con un dedo en el pecho atravesando su total interior. Ahora me era imperativo conocer la decisión de “Yo” sobre los derechos de su sombrero.
Pensé que este hombre cuya aceptación al poder de “Yo”, además de poseer zapatos, pantalón y camisa, usaba un sombrero al cual le asignaba los mismos derechos que a mi frazada. También pertenecía al sistema. Me di cuenta cuando de nuevo se acercó al árbol reclamando algo.
Al rato apareció un hombre vestido con uniforme, botas y gorra y que además estaba armado con pistola, bastón y escopeta. Con voz autoritaria me exigió que sacara esa frazada y que me levantara del banco con urgencia. Lo mismo le dijo a mi compañero y con prontitud lo hicimos. Cuando estuvo vacío, en modo cortés, invitó al señor del sombrero a sentarse.
Cuando nos atrevimos a preguntarle porqué se cercenaban nuestros derechos nos respondió que las órdenes eran de voces inaudibles a los oídos comunes. Frecuencias activas y desencadenantes dentro del universo. El don de la palabra la había cedido gentilmente al ser humano. El poder del mandato y la ley solamente unos pocos la recibían.
Protestamos para reclamar justicia. Aparecieron más uniformados con pistola, bastón y escopeta.
Le pregunté a mi compañero:-¿Por qué Racón no vino en nuestro auxilio?, Tampoco Sopo.
-Tienen menos poder que “Yo” Él está en todos lados y distribuye su propia justicia. También es el dueño del Libro de los Destinos. Sus decisiones son inapelables, me contestó.
-Entonces ¿a quién proporciona justicia?
-Solamente a los que están dentro del sistema, pero en forma absoluta, dijo.
-Aparecemos, entonces, como despojados de justicia en ese libro.
-Sí, aunque en mi caso aparezco como propietario de una camisa, pero sucia, contestó.
Nos dijeron que marcháramos y así lo hicimos ante lo imperativo de la orden. Caminamos juntos; mi frazada bajo el brazo y mi compañero con la camisa sucia.

El cielo seguía gris y sin nubes. La tierra triste, sin verde. Tampoco azul.
El árbol veía alejarse a dos sombras encorvadas, cabizbajas. . Todos protegidos por los derechos del sistema.
 En el banco, sentado junto a su sombrero, con zapatos, pantalón y camisa limpia, estaba el señor.
                                        ALBERTO FERNANDEZ
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domingo, 6 de marzo de 2011

UN ENCUENTRO FURTIVO

UN ENCUENTRO FURTIVO

Caminaban a orillas del arroyo, “Primero hay que sufrir”, le dijo. Era una relación un tanto tardía, se conocieron cuando él arrojaba pequeñas piedras sobre el agua y las veía desaparecer. “Después amar”, le contestó. Nunca se habían visto a pesar de la soledad humana del paisaje. Jamás se hablaron hasta ese día. “Después partir”, agregó. El azar, el incontrolable, los había ubicado uno al lado del otro una mañana de finales de otoño. “Al fin andar sin pensamientos”, acotó ella mirando el estrecho sendero que los conducía a la, en apariencia, naciente del arroyo. El relato marchaba al mismo ritmo que su trayecto.
Después el silencio. Ninguno quiso desenrollar el contenido de cada frase narrando las experiencias vividas. ¿Para qué si eran pasado? La incógnita de la metáfora quedaría sin develar. Ambos andaban sin pensamientos y ese era el lazo que los unía.
Tal vez vendría un mañana. Siempre hay un mañana aunque se ausenten los personajes. Pero esta vez el mañana los encontró en el mismo lugar de la primera vez Empezaban el recorrido habitual y sólo hablaban del paisaje. Ni siquiera un bosquejo de identidad. Un nombre, una procedencia, un número. Nada. Sólo ella, él y el entorno.
Se repitió otra mañana y otra y otra. Pero hubo una en la que aparecieron sólo dos: él y el entorno. Repitió el recorrido habitual aunque esta vez el poema de Homero Expósito comenzaba con “Después partir” y llegó hasta el aparente final sin pensamientos.
A los naranjos, que por sectores bordeaban al arroyo, todavía no le habían dado órdenes respecto a qué debían hacer cuando llegara la primavera.

ALBERTO FERNANDEZ