lunes, 7 de febrero de 2011

DESDE LA PAZ CONTENIDA



DESDE LA PAZ CONTENIDA
                                                                     Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
                                                                      ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
                                                                        De polvo y tiempo y sueño y agonías.  BORGES


Pensé que era un túnel colmado de gente. Era una forma de evadirme de ese rutinario viaje. Entré en él ubicándome en los pequeños centímetros que me pudieran mantener en posición vertical. En verdad ese túnel tenía puertas, ventanas y ruedas por lo que avanzaba, aunque de a ratos se detenía. Todo me hacía acordar al relato de mi abuelo cuando los llevaron al campo de concentración. Apiñados con un pequeño bolso creyendo ir de viaje a algún lugar remoto. Todo me lo recordaba, solo que tenía puertas que por momentos se abrían más para subir que para bajar. En el reglamento tenían prioridad los que bajaban que los que subían, sin embargo nadie bajaba, igual que en el tren de mi abuelo. El silencio era aterrador. Pensaba que en cada uno había una mecha encendida. Cuerpos apoyados en sólo veinte centímetros cuadrados de piso. De todas las edades, jóvenes y viejos, masculinos y femeninos. Nadie movía la cabeza buscando algo aunque sólo hallaba rostros. Los cuerpos, las ropas imposible reconocerlas. Ojos bajos o cerrados que sólo pertenecían a los conformados y vencidos. Mi abuelo los tenía bien abiertos.
El túnel se detenía sin motivo entre estaciones. Seguía recordando la forma en que él pudo escapar. ¿Cómo lo hizo? Yo lo haría si llevara escondido un cuchillo y matar a los que me interceptaban la puerta. Era imposible hacerlo, mostraban en sus semblantes esa paz del que espera. ¿Podría matar a mis hermanos de cautiverio?
Me acordé de la partida de ajedrez con mi hijo. El alfil estaba atacado y a punto de sucumbir. Era inminente la pérdida y el derrumbe final. Si imperceptiblemente tropezara con la mesa para atender el llamado de teléfono evitaría el escarnio de fracasar.
Cada dos minutos la inercia del convoy era cero y descender imposible. Pero bajar ¿dónde? si no había ninguna plataforma para caminar. Mirar el reloj significaba levantar el brazo y el apiñado conjunto de gente se los impedía. Me acordé que mi abuelo tenía uno de bolsillo que ellos no se lo habían sacado porque era muy antiguo. Con cadena.
Al rato el túnel se detuvo en un paradero, se abrieron las puertas. ¡No  sigue más¡ alguien gritó.
Las puertas lanzaban bocanadas de seres humanos. Los rostros comenzaron a encenderse, una ola de sangre contenida. Los ojos escapaban de las órbitas. Los puños pudieron levantarse. La ira comenzó a expresarse. Se oyeron fuertes gritos como romper, fuego, ladrones, corruptos. Las piedras, que no se reconocía de dónde provenían, lanzadas con fuerza, rompían los vidrios de la estación. Los palos, sin orígenes conocidos, destruían puertas y ventanas. El fuego, cómplice de la furia, inició su carrera imparable sobre las maderas de bancos y carteles. Los pasajeros, hombres y mujeres, vertían sus exclamaciones contenidas.
Yo, que me conocía como un ser no violento, sabía que algo .peligroso en mí no convenía excitar, arrojé con fuerza piedras sobre las oficinas casi incendiadas. Sin líderes, la muchedumbre abrió las compuertas de su paz contenida e irrumpió en desenfrenada escalada.
Me llevaron como testigo. Sólo pude decir: “Algo huele mal en Dinamarca”

ALBERTO FERNANDEZ



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