miércoles, 30 de noviembre de 2011

DOS HOMBRES ESPERAN

DOS HOMBRES ESPERAN


-¿Espera a alguien, señor?- pregunta como para iniciar una relación.
-No, vine a la plaza para ver a qué hora sale la luna, le responde.
-No tengo la menor idea. Sin embargo, tengo entendido que sale de noche.
-Esa respuesta no me satisface, debe haber una hora. Es una obligación que tiene que cumplir, un horario ya estipulado por alguien.
- ¿Por quién?, pregunta el primer hombre.
-Lo ignoro.
-Usted ignora al responsable de los horarios y yo ignoro cómo me llamo, cuál es mi identidad y eso es más importante.
-Para usted lo será. Para mí lo es la hora de la salida de la luna.
-Lo suyo es más fácil, sólo es cuestión de esperar.
-Usted lo cree fácil y yo pienso que ambos deberíamos esperar. Usted, sus documentos para ser alguien y yo la luna para acompañar mi soledad.
-Extravié mis documentos y nadie sabe quién soy, cuál es mi proyecto de vida, mi historia.
- Su historia está en un papel, en alguna carpeta con su nombre y apellido, de sus padres y abuelos.
-Sí, lo sé, pero ¿quien tiene eso en su poder?
-Trate de buscar en Facebook o en Twiter. Ellos tienen todos sus datos. Fotografías de frente y perfil. Ideologías del pasado y aún del presente.
-¿Puede ser que haya cambiado mi ideología?
- Sí señor. Todos las cambiamos según la edad o según las flechas envenenadas de los medios de información o del mismo poder.
- Tampoco sé mi edad.
-Le repito que todo está en una carpeta. Yo lo ayudaría pero en este momento espero a la luna.
-¿Es tan importante para usted?
-Ya le dije que sin ella ninguno acompaña mi soledad.
-Probó con una mujer.
-Sí, pero solamente en luna nueva.
-Perdone que lo deje, seguiré buscando mis documentos.
-Le sugiero ir hacia el norte. Allí lo saben todo.

                                      ALBERTO FERNANDEZ



.

martes, 15 de noviembre de 2011

EL HOMBRE EN LA SILLA JUNTO AL MAR

EL HOMBRE EN  LA SILLA JUNTO AL MAR

Vendría de un pasado penoso,  tal vez recordando lo vivido y lo faltado. Su refugio: la silla de paja a orillas del mar. Se despertó un día rodeado de muchachas. Le hablaban. Le preguntaban sin cesar de sus desdichas, de su soledad en el bullicio de la playa. Desaparecían y regresaban con bebidas. Un chantaje para arrancarle palabras al silencio. Primaveras con lluvias y arco iris
Muy cerca un río desconocía su manantial. De allí venían las muchachas. De una casita junto a él. Iban y volvían. Solo una sonrisa de agradecer.
Barba blanca, pelo blanco. Rostro quemado de Sol. Camisa con antiguo color y pantalones. Descalzo.
Si tan solo hablara las muchachas hallarían su remedio. Le proponían un techo y lo rechazaba con su cabeza pivoteando en negativa. Siempre mirando el mar. No el cercano, el lejano. El que se vuelca en el horizonte.
Las muchachas pensaban que algo había perdido allí. El mar devorador de cosas y de vidas.
Un día cualquiera una niña lo tomaba de sus hombros con la misma vista en lejanía. Era el momento de preguntar. Era el único instante y ella contó la historia. El hombre sentado en su silla junto al mar esperaba. Lo que un día fue arrojado desde un avión debería volver a su origen Tierra. Su corazón palpitaba por el encuentro. Como algunos otros debería volver del “paseo de la muerte”. Su ropa, sus huesos.
Las muchachas desconocían ese testimonio de horror y muerte. El hombre sentado en la silla junto al mar estaba allí aunque sea para la memoria olvidada.

ALBERTO FERNANDEZ

viernes, 14 de octubre de 2011

DE VUELTA AL HOGAR

DE VUELTA AL HOGAR
Se sentó en el bar junto a la ventana que da a  la calle. Un chop de cerveza, por favor. Una mujer con Jean y blusa celeste esperaba en la vereda. Ansiosa. A veces se apoyaba contra el vidrio. Pasó un largo rato medido por el contenido del vaso que bebió por pequeños sorbos. Una de las tantas formas de medir el tiempo. Ella seguía allí. Sin duda esperaba algo. Una mochila en su espalda. Cuando sólo quedaba un cuarto de la cerveza golpeó el vidrio con suavidad. Se dio vuelta y sus miradas se cruzaron. Con una seña la invitó a entrar.  Luego a sentarse junto a su mesa. Le pareció joven y bella. Difícil que no lo fuera. Por discreción hablaron del tiempo tormentoso sin mencionar el motivo de su espera. Cuando sonrió le preguntó su nombre. Daniela.  Conocía a una Daniela en su infancia. Era rubia y tenía sus ojos. De dónde. De Casilda. También Él era de allí. Que extraño encuentro en esa enorme ciudad.  Enorme y sucia. Ella esperaba a alguien que la llevaría al pueblo de su infancia. Una espera infructuosa. No llegó.
-Soy Rubén.
-Sí ahora te recuerdo. Eras alto de pelo castaño.
-Ese alguien que esperabas seré yo. Iremos ya al pueblo donde vivimos nuestros mejores momentos.
El micro desde la Terminal llegó seis horas después a Casilda. Un verano cálido, árboles florecidos y un olor a pasto que perfumaba las calles de tierra. Había llovido y el verde se unía a los colores de las flores. Flores silvestres que asomaban presuntuosas por sobre las cunas de sus plantas. Ninguno las recogía por bastas pero igual eran el orgullo de sus creadoras.
Daniela y Rubén caminaron juntos, tomados de la mano. El camino los recordaba. La escuelita también. Las casitas, los ranchos, la iglesia. Todos los reconocieron. El castaño que plantaron juntos, ya muy crecido. Ella rubia y él de pelo castaño. Como Odiseo, volvieron al hogar.
ALBERTO FERNANDEZ

domingo, 9 de octubre de 2011

EL PONTIFICE

EL PONTIFICE

Entusiasmados subimos las escaleras que cruzando el puente nos transportara a la otra orilla. Isaac, Yamid y yo. Era larga y en caracol.  En cada esquina, en cada curva un fragmento del decreto de Thiago (el poeta) traducido por el más grande.
Artic. 1 “Queda decretada que, desde ahora, vale la vida, vale la verdad.”
Con esfuerzo llegamos al segundo recodo.
Art. 2 “Los girasoles tendrán derecho a abrirse los grises domingos. “
Entusiasmados en el tercero decía: “La verdad será servida antes del postre. Por diez siglos el profeta,  el lobo y el cordero comerán juntos. Su comida tendrá el gusto de la aurora. Decrétese que nada estará obligado ni prohibido.”
Llegamos al último tramo de la escalera que coronaba el puente y nos detuvimos.  Para entonces no había más carteles. Dos hombres armados cuidaban la entrada. Una barrera de hierro los protegía. Preguntamos si podíamos entrar y nos contestaron que debíamos tener el carnet de pase obligatorio. Nos acercó un formulario que contenía preguntas que estábamos obligados a contestar.  Luego entregarlo por secretaría donde el pontífice nos daría el día y la hora de la audiencia.
Los tres estuvimos de acuerdo en volver. No era fácil atravesar el puente.
Recorrimos el regreso leyendo los fragmentos del poeta.
ALBERTO FERNANDEZ

albertofernandez@speedy.com.ar


miércoles, 28 de septiembre de 2011

LA CALLE EMPINADA

LA CALLE  EMPINADA
Alquilé un pequeño cuarto en esa extraña calle que asciende justo hasta la ventana para luego descender en la opuesta  forma. Era como si estuviera viviendo en el pico de una montaña. En sendas valijas nuestra ropa de verano.  La de ella, más pequeña.  Un único cuadro en la pared “El espejo falso”.
Una ventana a la calle misteriosa. Empedrada. Antiguas casas. Balcones en todas,  con flores en gestación.
En nuestra primera noche, interrumpieron nuestro silencio de besos. Borrachos o alegres. Alegres y borrachos, cantando. Adelante, como indicando caminos, un músico con un simple acordeón, trataba de complacer notas a las canciones. Nos asomamos desnudos y los aplaudimos.  Dos ventanas vecinas nos imitaron. Agradecidos, cantaron más fuerte. La noche no era para dormir. Me dijo: soy feliz, participo de la vida.
Brotaba la primavera con un aire tibio mientras canjeábamos sensaciones. Las noches eran eso. Mezclas de amor y cantos de borrachos alegres. Los horizontales y los verticales. Interrumpíamos el silencio de las estrellas. Despertábamos temprano para  volver a  amarnos.
Los días pasaron, las flores de los balcones  obedecieron los ciclos impuestos por, quien sabe quién. El Sol se alojaba menos en el cuarto. Sólo iluminaba en la pared la reproducción de Magritte.  Era la señal. Hora de partir.
Tomamos las valijas con nuestra ropa de verano. La de ella más pequeña. Partimos. Las dos calles ahora descendentes. Yo, la de la derecha.  Vi cómo se perdía su figura en la opuesta.

ALBERTO FERNANDEZ

jueves, 15 de septiembre de 2011

Besame otra vez, Ingrid: Domingo en 7


diagonizado.blogspot.com
Besame otra vez, Ingrid: Domingo en 7: Domingo en 7 Alvaro. Hoy vuelvo a visitar tu blog. La última fue cuando conocí a tu madre y a tu padre en el simposio de escultura de CONC...

UNA MUJER ES UNA MUJER ES UNA MUJER

UNA MUJER ES UNA MUJER ES UNA MUJER.

En la sala del pequeño cine pasaban películas de culto. Aquellas de gran calidad artística pero de baja concurrencia de público. –Te gusta Godard, le dije- Déjame seguirla, después hablamos, respondió. “Una mujer es una mujer” era el título que elegimos. La oportunidad de continuar la conversación estaba planteada. Al terminar fuimos a un café aledaño para seguir con nuestra charla. –Te guste o no te guste …es Godard. – El final “Yo no soy una infame, soy una mujer”- -Ella baila, canta, coquetea con ambos personajes. – menage a trois.
–Pero, ella ¿ama realmente?- No, se ama a sí misma- Exige, pide escuchar a Aznavour.- Parpadea, - Mira al espectador para buscar complacencia.- El director juega con la cámara en mano, con la música.- Me gustó.
Hablamos y hablamos hasta que la charla se escapó de la película, de su contenido, de su mensaje, para adentrar en lo más  íntimo de nosotros dos.
Margarita Ríos era una flor. Su aliento desparramaba  aromas de tierras desconocidas. Los besos eran traslado de sensaciones nacidas en lo más hondo de su cuerpo. Su amor cegaba el camino de lo racional. La voz, risa o murmullo. Cuando aparecían las lágrimas inundaban los ríos de la tristeza. En su frente pegada la pancarta de la memoria. La piel, adornada con colores, ruborizaba al que la mirara. En el abrazo ensartaba  sus latidos  como cuentas de collar. Margarita Ríos esfumaba, por tiempos indefinidos,  la realidad del instante. Era entonces cuando yo descendía los nueve niveles del Dante. Gradualmente, las emociones se intensificaban, y finalmente el despertar placentero. Margarita regalaba su cuerpo.
Las furias filtran los orificios y los espejos filman las secuencias. Rostros alegres, miradas y semipàrpados alimentando el placer de la sangre. Interrupción de los pensamientos
Final del acto. Una puerta que vibró para abrirse y como colofón lo hizo. Las puertas se abren al olvido. Sólo quedé yo y los espejos que lentamente reflejaban voces, risas, lágrimas, jadeos, semipárpados y una piel adornada con colores para, en momentos infinitamente pequeños, borrarse y dejar paso a nuevas imágenes.
Me fuí rumbo al olvido. El cuarto dispuesto a recibir a otros Godard. Iguales pero diferentes.
ALBERTOFERNANDEZ





Domingo en 7

Domingo en 7

Alvaro. Hoy vuelvo a visitar tu blog. La última fue cuando conocí a tu madre y a tu padre en el simposio de escultura de CONCORDIA. Esa vez fue cuando leì tu primer premio del concurso de cuentos de LA RIOJA. Unos cuentos muy creativos y con una escritura transgresora. Si te interesa te paso mi blog sin obligación de compra: www.besameotravezingrid.blogspot.com Un abrazo Alberto
mi mail: albertofernandez@speedy.com.ar

martes, 13 de septiembre de 2011

¿PORQUÉ SE FUERON?

                                                                                                         
¿PORQUÈ SE FUERON?

¿Maquillarlas, limpiar algodones nasales, vestirlas de blanco, zapatos blancos, lunas blancas de las uñas, separar carne agua, agua carne. Pintar sus bocas de granada roja oscura, para que vuelvan a plasmar el puño de pájaros desgarrados en poemas?
 Ella estaba allí sentada mirando fluir el río viajero incansable. No estaba el aire ni muy frío ni templado. Así como quería estar el aire. Como se le antojara estar. Recordó viejos sueños que aún la hostigaban. El primer beso asomó, suave, dulce. Un arrobo de ternura invadió sus mejillas. Unos hermosos momentos duró esa relación adolescente. Creyó que para toda la vida en el tiempo medido en su reloj de mujer. Tiempo infinito. Tiempo mudo, implacable.
El silencio interrumpido por los ruidos de la naturaleza, monótonos y reiterados. El viento sonaba en el follaje de los árboles, el río murmuraba lenguajes incomprensibles y voces de pájaros desconocidos buscaban quién sabe qué. Seguro, la propia vida de todas las cosas. Vida que la rodeaba como una aureola persistente.
Pensó y volvió a pensar hasta la tortura- ¿por qué se habían ido sin dejar ver sus rostros? En sepia no servían. Que probaran volver. Virginia, Alejandra, Alfonsina. Otra oportunidad.
Creyeron que no, aunque todos las amaban. Confundidas estuvieron en esa agua fría sin asomarse al aire del espíritu en paz. Como antes que impregnaron los oídos con las mariposas de sus voces
Recordó aquel beso y los otros y los infinitos otros. Ella también transformó en palabras, sensaciones. El no comprendió esa transmutación. Por eso lloró. Por eso y por aquellas a las que apedrearon y confundieron sus mundos.  A veces no sólo rasguñaron, dolieron.
¿Por qué no preguntaron? Había otro modo de vivir, sin ahogos, sólo asomándose a la vida. Silvia Plath, Violeta Parra ¿Por qué no preguntaron? Caminantes. Hubieran comprendido que era así: Infierno y Paraíso, un hueso triste, pero les dolía la vida con sus ropas perfumadas de dolor a la hora de partir. Para qué pretendía él la posesión. Fueron las que dieron vida hasta muertas, como la difunta, nada de sus mendrugos, de sus apuros. De sus pechos se nutrió el mundo nuevo o de los pechos de sus hijas.

Él le habló de no sabía qué mientras ella continuó pensando en los besos, los primeros. Habló y habló, no dejó de hablar mientras ella pensó en encerrar palabras. Como lo hicieron aquellas, las viajeras. 
Por dentro le agradeció la ternura generada por primera vez. Siguió hablando de la dulzura de sus ojos, creyó oír; de sus labios rojos, tal vez oyó. Interrumpió ella para preguntar si podía volver en un rato. Y partió hacia la vida en rápido vuelo.
Se siguió preguntando por qué se fueron,  por qué dejaron trunca la belleza si igual se podía vivir esta inmundicia del mundo maravilloso encerrado en el nimbo con sus herramientas mentirosas juntando de a poco palabras bellas para nosotros,  espíritus sensibles, enarbolando pancartas de amor. No a la guerra. A ellas no les quedaba bien el fusil. Sabían defender la vida, proteger a sus niños. Todos nacidos de sus vientres.
¡Que hermoso premio¡ Se acordarán siempre de sus manos , de las caricias, de un dios que les dijo, “parirás con dolor”.  Dolor y muerte en esta corta y comprometida senda.
Él en su propia necesidad de fertilizar, ella en su obligatoria urgencia de procrear. ¿A quién pertenece el fruto? Puede ser que a la vida.

                                         ALBERTO FERNANDEZ







miércoles, 10 de agosto de 2011

LA SALVADORA DE LAS TINIEBLAS

LA SALVADORA DE LAS TINIEBLAS

Era una montaña que una vez trepada daba un certificado de autenticidad.  Escalé hasta la cima, creo. Desde allí se veía cómo medio disco del Sol se ocultaba más abajo que el horizonte. Medio disco. Creo sólo medio disco para subir nuevamente y seguir alumbrando. Rara conducta. Pensé que hubiera sido hermoso que el mundo fuera sostenido por elefantes Mi mente no entendía lo que estaba viendo. Con temor me refugié en un agujero de la montaña. Creo que sospeché de una continuidad lineal. El polvo lo cubría todo. Polvo, cenizas o arena. Unas fuertes humedades en las paredes se condensaban en chorros de agua como grifos. No creí sentir ningún peligro al entrar. Aventuré un primer paso sobre ese suelo blando. Mi pisada, creo, marcada, me trajo antiguos recuerdos. Como a la distancia llegaban agradables olores. Con decisión, entré en esos olores. A través de ellos me hice una senda cavando mi huella a cada paso. Rozaba las paredes y rasaba el suelo arenoso.  Olvidando toda prudencia me senté en la superficie polvorienta. Se levantó una nube que llenó mi boca, mis pulmones. Busqué con mis uñas el fondo de la arena, o la ceniza o el polvo. La verdadera Tierra, la originaria. Me levanté y seguí la huella hasta el recodo. Allí, justo en el vértice del ángulo  creí oír voces, golpes de pico, como percutiendo la roca. Gritos, creo, crujir de ruedas de carretas. Desapareció el cielo, sólo una arcada de roca que amenazaba aplastarme. Aprisionado entre el piso y el techo. Creo que era miedo. Todo estaba quieto e imperturbable. Seguí los ruidos lejanos esperando la salida, la luz negada. Si ella estuviera allí. , creo, me ayudaría con su largo hilo a hallar la salida. Ese piso indigno, blando, me dolía. Ansiaba, creo, el duro profanar del  suelo conocido. Tropezaba,  a cada paso con las sombras.
Sentía,  otra vez, el murmullo de voces y el crujir de las carretas. No ya a lo lejos, más bien sobre mi cabeza.  En ese suelo de cenizas o arena o polvo, creo, brillaba un rayo de luz solar. Sobre él, muy levemente,  un hilo blanco. ¿Cómo a la salida, si era conocido que ella me lo pondría a la entrada?  Daba igual para escapar de esa torturante oscuridad de roca y piso blando y paredes húmedas y chorreantes y techos abovedados de piedra. 
Cada vez se amplió más el haz de luz. Ya era un cilindro de rayos paralelos que, creo, tomaban  la forma del lugar. Como uno dentro del otro. Hasta que se agrandó y lo ocupó todo. El piso de cenizas o arena o polvo y el techo de piedra o roca y las paredes húmedas y chorreantes como cataratas. Todo. Sin embargo seguí siendo fiel al hilo y por fin llegué a la boca final. La montaña estaba detrás. Mis ojos estaban heridos por esa luz del Sol de peregrina conducta que ahora mostraba su disco en todo su circular. No quise recordar ese torturante camino de la oscuridad para regocijarme con la grandiosidad de la luz. Era más importante que ese disco de  inaudito proceder. Ella, la inventora del hilo, la salvadora de las tinieblas estaba esperando en el valle junto a un árbol. A paso firme, sobre el suelo amigo, creo que corriendo, llegué hasta  allí.

ALBERTO FERNANDEZ   08/2011


lunes, 25 de julio de 2011

¿QIEN SE LO DICE?

¿QUIÉN SE LO DICE?
Conozco de tu casa casi todo. El jardín, la planta baja, los aleros, la pileta. Sólo un dormitorio: el de huéspedes. El tuyo no lo vi.
Un domingo de octubre salías con tu mujer hacia la pileta desde una puerta trasera. Era de Sol. Bárbaro para nadar y nutrirse de rayos cósmicos. Ella con una tanga, vos con short de baño. Anteojos para el sol. Antes de nadar te sentaste en los sillones junto a ella. De pronto dijiste que hablas olvidado la toalla. –Te doy la mía – No, voy a buscar la mía que es mas pequeña. Volviste a la casa. Volviste pero no regresaste. Tu mujer te esperó casi dormida acariciada por el aire tibio. Ella extrañó tu ausencia y entró a buscarte. No había nadie en la casa salvo yo que dormía en la habitación de huéspedes en planta baja después de una noche de wiskis. El silencio interrumpido por el ladrar de un perro vecino. Me levanté.  Ella vio el celular abierto con un mensaje. Sin mirarlo lo cerró. Cuando recorrió toda la casa lloró. Llamó a la policía. Yo guardé tu celular en mi bolsillo. En el cuarto de baño lo abrí y leí tu texto. ¿Quién se lo dice? Yo no. Me retiré silencioso previas lágrimas de tu mujer vertidas sobre mi hombro. Decime ¿quién se lo dice?

ALBERTO FERNANDEZ





TREINTA Y SEIS SEMANAS Y PICO

TREINTA Y SEIS SEMANAS Y PICO
Fui  sola a retirarlo. Se chupaba  el dedo. Nos reímos con la enfermera y desde entonces ya éramos conocidos. Aunque yo ya lo amaba desde antes. A partir del momento del placer. Del acto de vida. De pura vida.  Diferente. Por eso el gozo fue diferente. No se imaginaba ni por un remoto razonar lo que estaba  contribuyendo a crear.  Siempre era como una rutina. Ese delirio no lo razonaba.  Yo había dejado de pintar pero ahora sí.  Desaparecieron los negros, los marrones  y los rojos  que manchaban los pinceles.  Me vio pintar de nuevo. No entendía nada de símbolos.  Después de aquel  video sí porque el azul lo invadía todo. Yo era un cabello castaño, nariz pequeña, enormes bustos, piernas bonitas. Yo era todo eso.  El espejo y el halago me lo decían. Ahora yo era un vientre. Todo mi ser era un vientre. Siempre esperé. El tren, el pago de facturas, el consultorio. Ahora me tocaba esperar la magia de la concepción.

ALBERTO FERNANDEZ

jueves, 16 de junio de 2011

MARTES DE CARNAVAL

MARTES DE CARNAVAL

Llegué invitado a una reunión de máscaras ¿Sólo máscaras? Sin disfraces pero las mujeres con vestidos abultados y coloridos, los hombres con blusones y pantalones ceñidos. No habría confusiones. Usé la misma ropa del día anterior en otra reunión privada. Músicas alegres salían de los parlantes a altísimos volúmenes. Todos danzaban. Me acerqué a bailar con la de colores más sobrios.-¿Quién sos? - No puedo-¿Eres bonita? – Si te lo dijera, ¡me creerías? - No.
Una comparsa interrumpió el diálogo. Ruidos de matracas, pitos, panderetas. De nuevo, la encontré - Hoy voy a morir-¿Suicidio? - Sí- ¿Por qué? -  Me cansé de vivir. Pasó de nuevo la comparsa separando las parejas. La busqué. Busqué su máscara, su perfume, su vestido. El calor era sofocante.  El ruido. Ese ruido. Me asomé al balcón. Allá abajo la vi muerta.

ALBERTO FERNANDEZ

EL SILENCIO

EL SILENCIO
          

Ana decidió: un amor. No dejar pasar por sus labios ni un sonido más. Así comenzó a desentrañar la espesura que cubría su cerebro. Afuera llovía. Era necesario que las gotas la mojaran, que la invadieran. La realidad.  El momento de asociar imágenes: Destino, hombre, amor.
En el andén lo vio bajar del tren. Debía ser él.  Nadie en particular. Sin nombre. Modelado por ella.  Sus anhelos lo forjaron. Vendría de muy lejos. Aspecto soñador, sonrisa franca, ojos limpios, expresivos. Algo no fue imaginado nunca. La guitarra colgada de su hombro. Su pensamiento había recorrido kilómetros esféricos, completos, de pies a cabeza. La guitarra no. Ese detalle.
Poco a poco el andén se deshabitaba. Él siguió su camino sin mirarla. Las palabras de Ana regresaron al lugar de los fracasos. Partió el tren; con él la idea de su existencia. Quedó el abandono. El silencio. Un deseo algún día podrá encarnarse.
                                   ALBERTO FERNANDEZ  

martes, 31 de mayo de 2011

LA PIEDRA

LA PIEDRA


Era muy grande, de muy cerca era imposible verla entera. Sacó de la mochila el celular. En el buzón los lamentos de su madre. Mejor una canción de “Sumo”: “Estoy enamorado de este mundo moderno, estoy enamorado de estas chicas modernas”.
Llegó a la piedra escalando y se sentó a su sombra. No buscó la sombra, más bien
 protección.  Se durmió al arrullo del saxo de Pettinato. “Soltate con Wellapon, soltate. Soltá tu pelo con Wellapon”. Cuando llegó el agudo de Luca Prodan, despertó “… pienso en ella cuando estoy en la cama. ¿Sabés lo que es? Heroína, Heroína”
La piedra parecía equilibrarse apoyada en un punto pequeño, como si fuera movediza.. Si rodara en la pendiente lo aplastaría, lo encontrarían por fin pero fragmentado.
Aunque destrozado ya estaba. Su cuerpo se rompería pero la piedra no llegaría a inmutarse. Quedaría en otra posición por, tal vez, otros miles de años. Aceptando la luz y la sombra, los vientos podrían modelarla y modificar su forma. Más redondeada. Algunos enamorados dejarían la impronta de su amor: Alberto-Rosa, dentro de un mismo corazón. A lo mejor una intención que nunca se concretaría. Como la de él y Yanina en el eucalipto del Rosedal. Yanina no era, Yanina era Dora. José tampoco. Nadie su verdadero nombre. Ni agenda, ni libretita. Todo de memoria. ¿Garantía?
Ninguna. A Enrique le arrancaron de su memoria los nombres y los teléfonos. Pensó que habló por cable, no por la televisión, por cable eléctrico. Él hubiera hecho lo mismo, era más cobarde que Enrique. Su madre le quemó los papeles y enterró los libros. Le preparó la mochila con un botellón de agua. De sed no se moriría, de hambre sí. ¿Quién lo vendría a buscar? Nadie conocía ese lugar, tampoco la piedra. Oyó, de pronto, ruidos extraños, como de autos, de guijarros del camino saltando. Entonces los vio, eran muchos. Cuando lo protegió la piedra rebotaron pedazos. Cambió su forma sin necesidad del viento. El siguiente en la conciencia. Los demás no lo pudo escuchar. Muchas cosas se acabaron en ese preciso momento. Sólo “Sumo” y el agudo de Luca Prodan: “¿Sabés lo que es? Heroína, heroína” y con su presencia en todos los acontecimientos del universo total: la piedra.

ALBERTO FERNANDEZ

albertofernandez@speedy.com.ar


viernes, 20 de mayo de 2011

TAN POCA COSA

TAN POCA COSA

Una brisa húmeda con olor a barro comenzó a soplar desde el río no muy lejano. Los arrabales. Desde el autito podía sentirse ese extraño aroma que semejaba a tierra mojada. Las nubes rojizas acabaron por ocultar la luna y las estrellas. Cada cierto tiempo algún pájaro insomne parecía que gemía sobre las tapias, una ventana se abría, o alguien tosía.
Un auto pasó raudo dejando el sonido de las gomas sobre el asfalto. El reguero de luces amarillentas los iluminó unos segundos y se miraron. Cuando la oscuridad reinó de nuevo sobre las cosas, él aventuró su mano hacia el lugar donde debía estar el cuello delgado, frágil, de ella y lo acarició con ternura. La atrajo hacia sí en un gesto amorosamente autoritario. Lloraron. Fumaron en silencio.
Al rato, las nubes dieron paso a la claridad. Apenas una débil iluminación que se colaba por las ramas de los árboles formaba una gruesa bóveda sobre la calle. Desde la otra parte de la ciudad llegaban los primeros sonidos de autos y camiones y algunas campanadas de las iglesias. El día se iba imponiendo sin prisa.
Las instrucciones eran llegar al amanecer, esperar que entrara la enfermera y recién entonces apretar el intercomunicador. Decir Dora. Entrar sola.
Todo sucedió. La luz del pasillo de la Clínica se encendió como a medias Él la besó largamente. Le dijo –suerte. Ella no respondió  Bajó del coche y se concentró en los pasos que la separaban del edificio.
Cada minuto representaba un poco más de luz, un transeúnte más; la ola de agitación y ruidos amenazaba con llegar de un momento a otro. Cuando alcanzó la entrada, se detuvo. Entró. Él cerró de un tirón la puerta del coche.
La luz del día era ya algo más que una promesa. Un brillo sutil aparecía, suavemente, en los cristales de las ventanas. Él esperó y esperó.
ALBERTO FERNANDEZ   



miércoles, 20 de abril de 2011

UN HIJO


UN HIJO

La tercera vez con el desaliento a punto de desear la muerte. Mari lo anhelaba. Lo soñó de niña como un destino. Como un designio inexorable  Carlos parecía indiferente a esos deseos. Sin embargo la apoyaba, más en lo económico  que en esos sentimientos..
Por consejos de psicólogos amigos no se harían pruebas de infertilidad individuales. Podrían usar las dos técnicas. Elementos masculinos y femeninos  indistintos e impersonales en diferentes pruebas.
Aceptaron que algunas técnicas destruirían relaciones futuras. Un probable desgaste  de convivencias frecuentadas, como automáticas, casi como ineludibles .en la repeticiones diarias.  
El, con el aparente destino de satisfacción personal llevado a casi una obligatoria asociación conyugal. Ella, disfrutando de un gozoso acto sin destino.
No eran culpables de traicionar a la naturaleza humana, solamente eran consecuentes con esa transgresión de las reglas de supervivencias. Una cuestión cultural.
Volvieron a repetir las técnicas avanzadas y esta vez un desconocido semiser masculino consumó lo que haría falta para completar a un ignoto semiser femenino. Ya se había ultimado con éxito una nueva identidad. Marí sería  su cuna y su sustento. Ahora eliminada la culpa.
Una historia llega a su fin.  Luego de los aplausos, los espectadores se retiran a sus rutinas y  los actores a las suyas.
En las gacetillas distribuidas se podría leer: Autosatisfacciones compartidas lograron entrar en afinidad con la razón de sus naturalezas.

ALBERTO FERNANDEZ

sábado, 2 de abril de 2011

EL ESPEJO RETROVISOR


EL ESPEJO RETROVISOR

Fue a comprar regalos de Navidad. Muñecas, juegos de mesa, alegría para los niños.
El camino era largo. Sólo importaba el júbilo de sus seres amados. De pronto una mirada sorprendida en el espejo retrovisor tradujo en su mente el pánico. No grabó esa sensación.
 Al llamado, él llegó al lugar. Los curiosos comentaban. Su cuerpo ya había sido  transportado en una sirena mentirosa. Se negó a remolcar los pedazos de hierro. Quería algo de ahí, de lo que quedaba. No sirve nada, le decían. Pero ella estaba allí en ese rectangular espejo, mirándolo, con sus ojos de luna llena.
En casa los miró y quedó para siempre allí. Su rostro rasgados por ancestros. Recordó que una sola fue entre cientos la que, por un extraño sortilegio, arrebató su corazón. La amó. Desde entonces, la amó. Ahora sólo amaba ese rostro. Una mano maestra había dibujado concavidades y delicadas sinuosidades elaborando perfiles. Cómo no amarlo. Para siempre allí, en el espejo. Ni fondo, ni paisajes, solo su rostro. Ahora todo se reducía a eso. En su cuarto de dolor, nada más que eso.
Odiaba el motivo. Odiaba el porqué de su viaje. Odiaba los causales de ese deseo de  posesión. Odiaba los impulsos para satisfacerlos. Tuvo ímpetus homicidas sobre ese conductor que, simulando cualquier argumento, impactó feroz sobre  esa caja de acero que guardaba el cuerpo amado. Odiaba la causa, el instante, el milésimo segundo. Rescató la última visual. Pensó que era para él. No era una foto estática. Era un trozo vivo de su existencia.       
¿Alguien puede valorar los azares incorporados a este hecho? Imposible reproducirlo sin haberlo vivido. Según él los niños eran la causa de la pérdida de su imagen corpórea, del amor que sólo quedaba en un trozo  del espejo, en una última mirada. Perdió la ternura hacia ellos.
Se exacerbó el dolor y destruyó para siempre su fibra de amor. Apareció el rencor. Quién se atreve a juzgarlo.
Un día cualquiera decidió destruirse frente al espejo retrovisor. Lo llevó consigo. Ambos quedaron en paz.

ALBERTO FERNANDEZ

viernes, 11 de marzo de 2011

EL POZO DE LAS COSAS OLVIDADAS

 EL POZO DE LAS COSAS OLVIDADAS

                                                         


Durante la noche hubo baile en el salón del Hotel. Por curiosidad me quedé. La fauna que llegaba hacia la extensa barra era de lo más variada. Todo informal. Ropas, calzado, shorts, remeras. Informal y atrevido. De rigor, el paso previo al alcohol.  Luego la pista donde la música era irreconocible como tal. Las palabras se perdían en los labios. No llegaban a ningún interlocutor. Tampoco tenían interés en recibirlas. Sólo movimientos de cabezas, troncos y extremidades. Fragmentación picasiana de los cuerpos al sólo compás de la batería. Extraños brazos y piernas sin pertenencias individuales. La música devoraba esa materia. El enigma era cuándo y cómo se volverían a construir esos cuerpos perdidos. Entré en esa jungla empujado por el alcohol. Las danzas de los esqueletos me incluyeron. Rocé las carnes más imprudentes e inicié las mismas piruetas. De pronto, una luz de razón o tal vez de instinto animal. Tropecé con ella. Blanca como una nube; sin edad. Su mirada era provocativa. Se clavaba en mis ojos como reclamando algo. Nuestros cuerpos fundidos avanzaron lentamente hacia la periferia. Era menester trazar una apotema imaginaria. Por momentos se desprendía de mí y yo extendía mis manos hasta tocar las suyas llenas de flores para recuperarla. Salimos al aire fresco de la noche y nos besamos. Las palabras muertas en los labios comenzaron lánguidas a recuperarse. Las estrellas bajaron tanto como para tocarlas. Sus luces deslumbraban. Impresionaba que el Universo acabara de nacer.
A la tarde siguiente visité el pobre Museo de la ciudad. Nada importante; algo robado por el gran corso. Pasó a mi lado y se detuvo a observar un friso griego. Yo junto a ella como extraños. Caminó hacia un diminuto Leonardo. Pensé, entonces, que el recuerdo de la pasada noche se había perdido en el pozo de las cosas olvidadas.


                                     ALBERTO FERNANDEZ

  albertofernandez@speedy.com.ar




martes, 8 de marzo de 2011

UN ENCUENTRO FURTIVO


UN ENCUENTRO FURTIVO

Caminaban a orillas del arroyo, “Primero hay que sufrir”, le dijo. Era una relación un tanto tardía, se conocieron cuando él arrojaba pequeñas piedras sobre el agua y las veía desaparecer. “Después amar”, le contestó. Nunca se habían visto a pesar de la soledad humana del paisaje. Jamás se hablaron hasta ese día. “Después partir”, agregó. El azar, el incontrolable, los había ubicado uno al lado del otro una mañana de finales de otoño. “Al fin andar sin pensamientos”, acotó ella mirando el estrecho sendero que los conducía a la, en apariencia, naciente del arroyo. El relato marchaba al mismo ritmo que su trayecto.
Después el silencio. Ninguno quiso desenrollar el contenido de cada frase narrando las experiencias vividas. ¿Para qué si eran pasado? La incógnita de la metáfora quedaría sin develar. Ambos andaban sin pensamientos y ese era el lazo que los unía.
Tal vez vendría un mañana. Siempre hay un mañana aunque se ausenten los personajes. Pero esta vez el mañana los encontró en el mismo lugar de la primera vez Empezaban el recorrido habitual y sólo hablaban del paisaje. Ni siquiera un bosquejo de identidad. Un nombre, una procedencia, un número. Nada. Sólo ella, él y el entorno.
Se repitió otra mañana y otra y otra. Pero hubo una en la que aparecieron sólo dos: él y el entorno. Repitió el recorrido habitual aunque esta vez el poema de Homero Expósito comenzaba con “Después partir” y llegó hasta el aparente final sin pensamientos.
A los naranjos, que por sectores bordeaban al arroyo, todavía no le habían dado órdenes respecto a qué debían hacer cuando llegara la primavera.

ALBERTO FERNANDEZ

lunes, 7 de marzo de 2011

SOÑAR CON AMANDA


SOÑAR CON AMANDA                ALBERTO FERNANDEZ

                                                              
                                                                   Hoy es 8 de marzo, uno de los                                                                           sempiternos días de la mujer
                                                                       

                                                                       

                                                                       
 Al principio no escuchaba nada. Luego oí la voz; primero débil pero a medida que me acercaba se hacía nítida aunque sin sentido. Había salido del silencio. Al llegar al lugar de donde partía se desvanecía. Retrocedí y al alejarme se iba oyendo con cierta fuerza. Pensé en un punto distante del principio y el final. Ahí estaba la clave. ¿Cuál era ese sitio? En ese túnel quería saber el significado de la voz. Estaba solo y pensaba que algo quería decirme. Sonaba como un reproche, pero no podía descifrarlo.
Con un sudor profuso me senté en la cama; ella no estaba. Me esforcé por mantener el recuerdo para continuar con aquel sueño. Sin embargo era otro aunque dentro del mismo túnel. Creí estar junto a ella, con otro rostro. No la vi venir. Tal vez así la hubiera reconocido. Ninguna voz, ni la del silencio. En esa ambigüedad no sabía si era bella, si lo había sido, si lo sabría en el futuro porque, de pronto, era una niña. Al momento desaparecía, más bien se marchaba lentamente, cada vez más distante, le supliqué que volviera más tarde, durante el día, en la semana, en el mes.
Abrí la ventana para que entrara ese aire fresco que secara mi transpiración. ¿Por qué sería si no había bebido? Entré al baño a ducharme. De reojo volví a ver que no estaba ella a mi lado. Yo solo en esa cama tan grande. Bajo el agua pensé que la amaba. No sé si esa era la palabra. Yo nunca había amado. Lo aprendí en la escuela, en hoteles, en iglesias. Me lo enseñaron en prosa y en verso. Mi profesora de inglés; en los vestuarios de compañeros de fútbol. Lo que hice con ella tenía ese nombre, lo aseguro.
Caminé todo el día pensando en Amanda aunque no quería llamarla así, prefería un nombre más corto que se pudiera contraer. Por ejemplo Luisa y decirle Lu. Esperaba la noche, más bien sus ruidos, las voces, unas imágenes hasta entonces misteriosas, pero nunca horrendas. Sólo las cuevas o los túneles que no mostraban una luz al final. Mas no los pozos que me producían angustias. Comí profusamente, dicen que es mejor para soñar.
Ni túneles ni cuevas: era mi casa, sin embargo no lo era.  Faltaban elementos para que dijera: “esta es mi casa”.
-No puede permanecer acá, me dijo un señor con uniforme militar de alto rango.
-Si es mi casa, le respondí.
-Este es un centro de detención, retírese o ¿desea desaparecer?
-Vengo a buscar a ella.
-¿A quién?
-A Lu, agregué
-No está aquí, no está allá, no está en ninguna parte, me dijo, retírese de inmediato.
Soldados por todas partes que se transformaban rápido en cactus con espinas.
Fue entonces cuando vi a Lu en un pozo junto con jóvenes desnudos.
Sentí tanto dolor que hice fuerza para despertar y sentarme al borde de la cama. Ella no estaba cuando miré hacia atrás. Debajo de la ducha aparecieron los recuerdos. Siempre decía “un poco de dignidad” o “morir de pie como los árboles y sus proyectos”. Era Lu y Amanda y amada mía cuando la llevaron.



.

LOS DERECHOS


                             LOS  DERECHOS      

                                                           
                                                                             “metáfora de la esperanza inútil”

Cielo gris sin nubes ni ruidos. El árbol mudo, el banco, mi frazada y yo, tierra triste sin verde,    tampoco azul.
Me preguntó si podía. Le dije que se sentara, si quería. Una condición: un lugar para mi frazada. El banco era para tres pero mi frazada era un ente. Tenía derechos.
 -¿Quién inventa los derechos?, me preguntó.
-Racón, usted lo debe conocer, tal vez lo llame de otra manera, le contesté
-Yo lo llamo de distintas formas.
-¿De acuerdo a qué?, pregunté.
-A la respuesta a mis reclamos.
-Nosotros nos consultamos y resolvemos de acuerdo mutuo, sus antecedentes ¿no se hicieron acreedor de mi confianza?, agregué
-Cuáles fueron.
-Le dio la clave al francés para descubrir el sentido de los escritos de las pirámides, dije.
Se sentó respetando los derechos de la frazada. Me inquietó cómo lo llamaría y cuáles eran sus reclamos.
 -Si llueve Sopo, me dijo
-¿Reclamó la lluvia?
-Sí, para que se lavara mi camisa y supe de sus claves para interpretar, en lenguaje coherente, el calendario maya.
- Veo que tiene pantalón y camisa. Lo considero propietario.
-Pertenezco al sistema, señor, aunque en segundo orden porque mi camisa está sucia.
Se acercó un hombre con zapatos, pantalón, camisa y sombrero. Pidió permiso para sentarse. Le dije que estaba completo. En voz alta respondió que el banco era para tres. No tenía en cuenta la identidad de la frazada. Se lo comuniqué explicándole sus derechos.
No del todo convencido se acercó al árbol y de viva voz le preguntó si en los códigos figuraban los derechos de las frazadas. Volvió diciendo que le habían contestado que todos los entes tenían derechos y que su sombrero también los tenía.
-Apelo a la decisión final de Racón, le respondí
-¿Quién es Racón?, preguntó
Esta vez le correspondió a mi compañero aclarar este punto.
-Racón es como Sopo, el que decide con su poder supremo por encima del árbol y otros
sistemas de justicia. Consulte, por favor, a quien usted concurre para determinar los derechos. ¿Cómo se llama el suyo?
-De acuerdo a mi conveniencia yo elijo quién decide en instancia última, fue su respuesta.
-Quiere decir que usted lo nombra “Yo”
-Sí, así es, “Yo” es su nombre.
--¿Ël hace posible la interpretación de los enigmas?
-¿Posible? Me dio a mí el poder de las decisiones a través de la palabra.
-Todos posemos el uso de la palabra.
-Pero no el de la palabra absoluta: la orden

.
Me pareció jactancioso ese apelativo ya que era habitual señalarlo con un dedo en el pecho atravesando su total interior. Ahora me era imperativo conocer la decisión de “Yo” sobre los derechos de su sombrero.
Pensé que este hombre cuya aceptación al poder de “Yo”, además de poseer zapatos, pantalón y camisa, usaba un sombrero al cual le asignaba los mismos derechos que a mi frazada. También pertenecía al sistema. Me di cuenta cuando de nuevo se acercó al árbol reclamando algo.
Al rato apareció un hombre vestido con uniforme, botas y gorra y que además estaba armado con pistola, bastón y escopeta. Con voz autoritaria me exigió que sacara esa frazada y que me levantara del banco con urgencia. Lo mismo le dijo a mi compañero y con prontitud lo hicimos. Cuando estuvo vacío, en modo cortés, invitó al señor del sombrero a sentarse.
Cuando nos atrevimos a preguntarle porqué se cercenaban nuestros derechos nos respondió que las órdenes eran de voces inaudibles a los oídos comunes. Frecuencias activas y desencadenantes dentro del universo. El don de la palabra la había cedido gentilmente al ser humano. El poder del mandato y la ley solamente unos pocos la recibían.
Protestamos para reclamar justicia. Aparecieron más uniformados con pistola, bastón y escopeta.
Le pregunté a mi compañero:-¿Por qué Racón no vino en nuestro auxilio?, Tampoco Sopo.
-Tienen menos poder que “Yo” Él está en todos lados y distribuye su propia justicia. También es el dueño del Libro de los Destinos. Sus decisiones son inapelables, me contestó.
-Entonces ¿a quién proporciona justicia?
-Solamente a los que están dentro del sistema, pero en forma absoluta, dijo.
-Aparecemos, entonces, como despojados de justicia en ese libro.
-Sí, aunque en mi caso aparezco como propietario de una camisa, pero sucia, contestó.
Nos dijeron que marcháramos y así lo hicimos ante lo imperativo de la orden. Caminamos juntos; mi frazada bajo el brazo y mi compañero con la camisa sucia.

El cielo seguía gris y sin nubes. La tierra triste, sin verde. Tampoco azul.
El árbol veía alejarse a dos sombras encorvadas, cabizbajas. . Todos protegidos por los derechos del sistema.
 En el banco, sentado junto a su sombrero, con zapatos, pantalón y camisa limpia, estaba el señor.
                                        ALBERTO FERNANDEZ
.
-

domingo, 6 de marzo de 2011

UN ENCUENTRO FURTIVO

UN ENCUENTRO FURTIVO

Caminaban a orillas del arroyo, “Primero hay que sufrir”, le dijo. Era una relación un tanto tardía, se conocieron cuando él arrojaba pequeñas piedras sobre el agua y las veía desaparecer. “Después amar”, le contestó. Nunca se habían visto a pesar de la soledad humana del paisaje. Jamás se hablaron hasta ese día. “Después partir”, agregó. El azar, el incontrolable, los había ubicado uno al lado del otro una mañana de finales de otoño. “Al fin andar sin pensamientos”, acotó ella mirando el estrecho sendero que los conducía a la, en apariencia, naciente del arroyo. El relato marchaba al mismo ritmo que su trayecto.
Después el silencio. Ninguno quiso desenrollar el contenido de cada frase narrando las experiencias vividas. ¿Para qué si eran pasado? La incógnita de la metáfora quedaría sin develar. Ambos andaban sin pensamientos y ese era el lazo que los unía.
Tal vez vendría un mañana. Siempre hay un mañana aunque se ausenten los personajes. Pero esta vez el mañana los encontró en el mismo lugar de la primera vez Empezaban el recorrido habitual y sólo hablaban del paisaje. Ni siquiera un bosquejo de identidad. Un nombre, una procedencia, un número. Nada. Sólo ella, él y el entorno.
Se repitió otra mañana y otra y otra. Pero hubo una en la que aparecieron sólo dos: él y el entorno. Repitió el recorrido habitual aunque esta vez el poema de Homero Expósito comenzaba con “Después partir” y llegó hasta el aparente final sin pensamientos.
A los naranjos, que por sectores bordeaban al arroyo, todavía no le habían dado órdenes respecto a qué debían hacer cuando llegara la primavera.

ALBERTO FERNANDEZ

sábado, 5 de marzo de 2011

DOS ENAMORADOS EN LA PLAZA


DOS ENAMORADOS EN LA PLAZA

Pasaba una paloma bajo el cielo límpido y nuboso, blanco o celeste, indiferente, pensando quién sabe qué. Atrás, buscando una rama del amor ¿el macho?, tal vez. El Sol trataba de esconderse  tirando locos rayos, escapando de las banderas. Se iba, se quedaba.
Podría ser sábado o también domingo, daría lo mismo para contar la historia de los enamorados escondidos bajo el árbol. Abstraídos, hablaban y se escuchaban; por momentos reían, por momentos lloraban.
Voces a la izquierda, voces a la derecha, gritos y silencios y los pasos cercanos de hombres o mujeres.
 El cielo dejaba claros entre oscuras nubes en la plaza Honshu. De pronto en un pequeño espacio, robándole al Sol sus vitales rayos, aprovechó el “Enola Gay” que llevaba en su panza al “ Little Boy” y como si arrojara Biblias, con la misma displicencia, dejó caer una enorme caja de hierro que contenía mensajes de horror. Los mercaderes de la guerra, los asesinos de los pueblos, políticos, militares y científicos del horror la habían inventado. Un arrepentido igual que el compañero del calvario dijo, al mirar para atrás, “Dios mío, qué hemos hecho”.
No era cualquier día, era el domingo, ni cualquier mes, era agosto 6 y el año 1948, 8 y 15. Nada quedó que fuera rastro de vida. Hiroshima se llamaba el pueblo.
Ellos estaban allí, juntos, bajo un árbol, amándose en medio de voces aledañas a la izquierda y a la derecha, gritos y silencios y pasos cercanos de hombres o mujeres que pasaban por allí sin enterarse siquiera de esa llama de amor.
Sólo quedaron sus sombras. Ahora eran dos manchas estáticas en el césped. Mi mayor dolor es que ellas no puedan ni tocarse, ni besarse, ni  amarse, la parte más importante de la vida.

ALBERTO FERNANDEZ  (furnita)

albertofernandez@speedy.com.ar

ALLI ESTABA


ALLI ESTABA

Entré a la ciudad por la puerta Norte. Sabía que nadie me vería. Allí estaba el mar.  Un suave viento movía las arboladuras de los barcos anclados, solitarios, que danzaban sobre el agua con la misma elegancia tal como si estuvieran en un enorme salón. La música suave a veces y otras estentórea la ejecutaban las olas. Las aves buscaban algo sobre la superficie del mar.
Allí estaba ella, pequeño cuerpo, corazón palpitante, mirada de azul claro. Como sin darle importancia la superé unos metros. Al instante volví para inmortalizar la semejanza. ¿Era una mujer o un reflejo del cielo? Dos profundos huecos contenían esa imagen. Que importaba el sereno blanco de su rostro si su mirada olvidaba la dura realidad de la tierra sin recuerdos.  Era justo la hora en que se esfumaba la utopía del día anterior para dar paso a la nueva quimera. El llamado anochecer le abría paso al nuevo amanecer, decir mejor, la alegría de un nuevo día de vida- El azar engalanaba la presencia vital con el color de esos ojos de cielo sin rastros de nubes pasajeras.
Me quedé un largo rato extasiado en ese azul como inmerso en el mar y en el cielo sin nubes. Pero tuve que partir, me urgía una misión. Hubiera muerto allí en ese azul, cielo, mar para gozar la eternidad. El cometido era más fuerte.
Llegué hasta el lugar programado y esperé. Era necesario esperar. Cuando salió de su casa, traje claro, corbata, zapatos lustrosos, allí estaba, di marcha al coche y lo atropellé. Tal como lo había previsto, sin sangre, sólo para que su cabeza golpeara en el asfalto, una muerte segura. Un mismo final. Entonces escapé, de la misma manera que él mató. Escapando. La hora temprana de la mañana lavaba la escena de testigos. De igual forma.
No era conveniente ni estaba programado pero volví a la orilla del mar para libar del azul claro, mujer o reflejo del cielo. Allí estaba. Perpetuaba su figura. El mismo color de ojos en los dos profundos huecos, igual pequeño cuerpo, corazón palpitante, golpeando su cabecita en el asfalto y el hombre de traje blanco en impecable huída

ALBERTO FERNANDEZ (FURNITA)

miércoles, 2 de marzo de 2011

LA PIEDRA


LA PIEDRA


Era muy grande, de tan cerca era imposible verla entera. Sacó de la mochila el celular. En el buzón los lamentos de su madre. Mejor una canción de “Sumo”: “Estoy enamorado de este mundo moderno, estoy enamorado de estas chicas modernas”.
Llegó a la piedra escalando y se sentó a su sombra. No lo sintió como sombra, más bien
 protección. Se durmió al arrullo del saxo de Pettinato. “Soltate con Wellapon, soltate. Soltá tu pelo con Wellapon”. Cuando llegó el agudo de Luca Prodan, despertó “… pienso en ella cuando estoy en la cama. ¿Sabés lo que es? Heroína, Heroína”
La piedra parecía equilibrarse apoyada en un punto pequeño, como si fuera movediza.. Si rodara en la pendiente lo aplastaría, lo encontrarían por fin pero fragmentado.
Aunque destrozado ya estaba. Su cuerpo se rompería pero la piedra no llegaría a inmutarse. Quedaría en otra posición por, tal vez, otros miles de años. Aceptando la luz y la sombra, los vientos podrían modelarla y modificar su forma. Más redondeada. Algunos enamorados dejarían la impronta de su amor: Alberto-Rosa, dentro de un mismo corazón. A lo mejor una intención que nunca se concretaría. Como la de él y Yanina en el eucalipto del Rosedal. Yanina no era, Yanina era Dora. José tampoco. Nadie su verdadero nombre. Ni agenda, ni libretita. Todo de memoria. ¿Garantía?
Ninguna. A Enrique le arrancaron de su memoria los nombres y los teléfonos. Pensó que habló por cable, no por la televisión, por cable eléctrico. Él hubiera hecho lo mismo, era más cobarde que Enrique. Su madre le quemó los papeles y enterró los libros. Le preparó la mochila con un botellón de agua. De sed no se moriría, de hambre sí. ¿Quién lo vendría a buscar? Nadie conocía ese lugar, tampoco la piedra. Oyó, de pronto, ruidos extraños, como de autos, de guijarros del camino saltando. Entonces los vio, eran muchos. Cuando lo protegió la piedra rebotaron pedazos. Cambió su forma sin necesidad del viento. El siguiente en la conciencia. Los demás no lo pudo escuchar. Muchas cosas se acabaron en ese preciso momento. Sólo “Sumo” y el agudo de Luca Prodan: “¿Sabés lo que es? Heroína, heroína” y con su presencia en todos los acontecimientos del universo total: la piedra.

ALBERTO FERNANDEZ

albertofernandez@speedy.com.ar


martes, 1 de marzo de 2011

DOS BICICLETAS EN EL CAMINO


DOS BICICLETAS EN EL CAMINO


Dos bicicletas en el camino. Ella vestida de novia. Él con el torso desnudo cubierto apenas por un jaquet, pantalón, zapatos de charol. El solitario camino era como una cinta transportadora donde  ellos quedaban quietos y se movía el paisaje. Llegar a la iglesia para casarse. Él la pensaba desnuda y el deseo  de poseerla. Ella imaginaba su casita, su cama de sabanas blancas de hilo perfumadas; los niños jugando en el parque, los columpios agitando el aire mientras regaba la sed de las margaritas. Es pronto aún insistió, falta la consagración divina de la eternidad del amor.  Las flores, la entrada triunfal con los acordes de un gran órgano ejecutando la marcha nupcial. La simbólica entrega de los anillos. El beso. El defendía su urgencia. Debía ser ahora, se lo exigía el ignorado motor.
El paisaje los registraba cada momento, no dejaba de mirarlos. Animales de pastoreo no hubieran permitido detenerse y hacer el amor en su mesa de comida. Debían escapar para consagrarse. Dios se lo había enseñado.
Era primavera. Las flores elegirían a quienes las visitaran hasta hallar un hermoso fecundador.  Lo harían por su belleza, o por su talento. Se pintarían con colores para atraer la ansiedad de la glucosa.
Ella siguió pensando rodeada de un hálito de futuro. Sábanas perfumadas de lavanda, bebes libando de sus pechos, regalando su calor de vida.
Él aguantó la ceremonia hasta el final, por respeto, por tradición,  hasta  que  un impulso  de la naturaleza lo condujo a su burdel habitual. Allí se confesó y se comulgó hasta la madrugada, hora en que se satisfacen las angustias y se exacerban los deseos.
Ella lo esperó envuelta en sus sábanas blancas de hilo perfumadas.

ALBERTO FERNANDEZ

albertofernandez@speedy.com.ar







































jueves, 24 de febrero de 2011

EL PROMESANTE


EL PROMESANTE

Entró en la Iglesia de la calle San Martín. Esa donde se casan los militares. De civil pero simulaba algo en el sobaco izquierdo, como si portara un arma. Jóvenes reunidos conversaban. Mochilas, termos, gaseosas. Rezó aunque no sabía rezar. Igual rezó sin fórmula, sin conocer el catecismo oficial. Empezó con Padre Nuestro sin la continuidad clásica, pero igual rezó. Preguntó a los jóvenes adónde iban. A Lujan. ¿Caminando?. Caminando ¿A ver a la Virgen? Sí, la que perdona los pecados. ¿Todos? Sí, todos. El no creía que la Virgen pudiera perdonar todos los pecados. El suyo ni Dios lo perdonaría.
Cuál era la persona física, no una imagen, que le dijera: “Estás perdonado, vete en paz”.. Mientras caminaba junto a la caravana pensó en su sueño.
La noche anterior deambuló por las calles de la ciudad. Entró en un hotelucho de Avenida de Mayo. Trenes que lo atropellaban, camiones que lo aplastaban, vertiginosos coches. Una ambulancia que pedía urgente paso con el ulular de su sirena transportando cadáveres.
Las paredes húmedas de la habitación semejaban las sábanas de su sudor. Y esa voz imperativa. Imposible callarla. “Tú eres” que siguió repitiendo hasta que se taparan los oídos con algodones. Daba lo mismo, no entraban por allí, buscaban otros conductos. Encontraban arterias abiertas y resonaban al final del recorrido.
Siguió caminando con ese torturante dolor en sus pies, su sed, sudor. sin siquiera saber quienes lo acompañaban. Debía sufrir por su pecado hasta lograr el perdón en las paredes de la Basílica de Luján. Pero rezar tranquilizaba su carne. Padre Nuestro y luego un parlamento propio sin el formalismo del verdadero.
Llegó a Luján. En las paredes de la Basílica golpeó su cabeza y dio su confesión. Le pasó su cáncer. Era para él pero se lo cedió. Necesitaba vivir para su hija. Para darle el sustento. Él era viejo y solo regañaba. Murió, él lo asesinó. Esperó la sanción sin resistencia.

ALBERTO FERNANDEZ





martes, 8 de febrero de 2011

GASPAR


GASPAR

¡No te metás! El coro se repetía como campanadas de Iglesia. ¡No te metás, flaco! Te acordás Gaspar .Vos te metías igual Gaspar. Cuando cantabas te metías. Cuando hablabas te metías. Siempre te metías Gaspar. Dejaron de decírtelo porque todos sabían que habías nacido con la ética, la decencia, la justicia. Gaspar. Todo envuelto en los pañales para que no escaparan. Antes de nacer ya estaban en tu sangre prestada. Gaspar Dentro de la tuya ya era imposible erradicarla. Era como sacar un órgano vital. Gaspar. Juzgabas a las gentes y a las cosas con tu lupa de honestidad. Gaspar. Por tu amor a la libertad te fuiste. Gaspar. Tu carta está amarilla, pero la releo. Tu foto con el birrete y el fusil. Quinto Regimiento Gaspar. Me parece verte gritando contra las cinco centrales obreras, contra los milicos, contra la iglesia. Gaspar. Acá cantábamos todos coplas republicanas. “Anda jaleo, jaleo, ya se acabó el alboroto y ahora empieza el tiroteo”. Vos también cantabas pero sólo vos te fuiste. Gaspar. Pusiste el pecho junto con los compañeros. Gaspar. Pasaron muchos años. Ya no podés volver y por eso te extraño Gaspar.

ALBERTO FERNANDEZ